martes, 14 de febrero de 2017

Carl Sagan, la Pseudociencia y el Escepticismo



Así se crea en OVNIS uno no puede alejarse del escepticismo. Tantos años de desarrollo científico nos debe de hacer seres humanos que busquen la interpretación de estos hechos de la manera más convincente, no dejando la explicación a otros individuos que quizás sus opiniones linden con la locura. Carl Sagan, el conocido divulgador científico y casi el responsable que medio mundo tenga interés por a ciencia, siempre expresó su preocupación por las personas inteligentes que caen en la pseudociencia, ya que existe mayor información sobre las especulaciones que de la ciencia misma (a pesar de ser más fascinante que la otra), debiéndose a que el "escepticismo no vende". 

Él se refería a lo siguiente:

"La ciencia origina una sensación de prodigio. Pero la pseudociencia también. Las popularizaciones dispersas y deficientes de la ciencia dejan unos nichos ecológicos que la pseudociencia se apresura a llenar. Si se llegara a entender ampliamente que cualquier afirmación de conocimiento exige las pruebas pertinentes para ser aceptada, no habría lugar para la pseudociencia. Pero, en la cultura popular, prevalece una especie de ley de Gresham según la cual la mala ciencia produce buenos resultados.
En todo el mundo hay personas inteligentes, incluso con un talento especial, que se apasionan por la ciencia. Pero no es una pasión correspondida. Los estudios sugieren que un noventa y cinco por ciento de los americanos son “analfabetos científicos”. Es exactamente la misma fracción de afroamericanos analfabetos, casi todos esclavos, justo antes de la guerra civil, cuando se aplican severos castigos a quien enseñara a leer a un esclavo. Desde luego, en las cifras sobre analfabetismo hay cierto grado de arbitrariedad, tanto si se aplica al lenguaje como a la ciencia. Pero un noventa y cinco por ciento de analfabetismo es extremadamente grave.
(…) Es peligroso y temerario que el ciudadano medio mantenga su ignorancia sobre el calentamiento global, la reducción del ozono, la contaminación del aire, los residuos tóxicos y radiactivos, la lluvia ácida, la erosión del suelo, la deforestación tropical, el crecimiento exponencial de la población. Los trabajos y sueldos dependen de la ciencia y la tecnología…”
                                                                                              (El Mundo y sus Demonios / Carl Sagan)

Esta reflexión fue motivada debido a que un chofer que lo recogía del aeropuerto para ir a una conferencia. Cuando estuvieron en el auto le dijo que si no le molestaría quería hacerle muchas preguntas sobre ciencia. Sagan acepta con gusto pero se sorprende al escuchar su inquietud sobre: “los extraterrestres congelados que languidecen en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de “canalización” (una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos… que no es mucho, por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín…)” Sagan se decía que se veía obligado a decepcionarlo con cada explicación a sus inquietudes. Veía al señor como una persona leída e informada sobre cada tema. Sin embargo, cada teoría era perfectamente explicable bajo los criterios de Sagan. Al final, el describe la atmósfera de su charla:

“Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida anterior.”


De lo que sí estoy seguro es que aun existen hechos sin explicación y que la ciencia poco puede hacer para darnos un consuelo a estas interrogantes. Aún quedan misterios con los que podemos mantener la esperanza de que nuestra realidad perceptible no lo es todo.

Sobre la Telebasura.


La telebasura es como la comida rápida y las golosinas, es usar y botar, y normalmente se la ve cuando uno no quiere pensar en nada o indignarse gratuitamente. La actualidad de la televisión peruana ofende porque es más libre que los individuos mismos, repite conceptos foráneos de entretenimiento sin entender la idiosincrasia peruana, cucufata y elitista. Es así que el individuo se deleita viendo a escondidas esta televisión pero no lo acepta. Y hay que aceptar que el culpable de que estos programas tenga tanto éxito es que la gente los ve pero no lo dice. En la red todos los critican y se llenan la boca argumentando miles de razones casi fascistoides porque aducen que si a ellos no les gusta, a nadie tampoco les debe de gustar.

Si deseamos vivir en libertad nadie puede decirnos qué nos entretiene y qué no. Diferente es la repercusión de estos programas en la educación de quienes aún no pueden decidir, en aquellas personas que no comprenden eso que se llama libertad y que son los niños. Ante ellos hay una responsabilidad de los padres en proporcionarle lo que es bueno y valioso. No sería responsable de llenarlo de comida basura o dulces porque eso le ocasionaría daños físicos que en algunos casos son irreversibles (se sabe que si un niño tiene una mala dieta, cuando alcance la madurez recrudecerá algún mal adquirido de infante) Igual es con las formas de entretenimiento. Otorgarles saludables maneras de distraerse es responsabilidad de su entorno familiar, facilitándole acceso a la buena música, literatura, arte, a las manifestaciones audiovisuales de calidad. Sólo así el niño optará a criterio propio a no tener interés por programas que recurren al facilismo y la trivialidad.

Apagar el televisor debería ser el motivo de las marchas, a desconectarse por un tiempo de aquella influencia negativa, no hagamos caso de las intenciones elitistas de quienes nos quieren decir cómo entretenernos. Sino nos pareceríamos a esos bomberos de Fahrenheit 451, pero esta vez no entrarían a nuestras casas para quemar los libros sino para arrojar por la ventana nuestros televisores.


lunes, 13 de febrero de 2017

La Revancha (Gog / Giovanni Papini)

Revancha                                                                                                              Nueva York, 27 junio  

He sacrificado una suma inmensa y he disminuido mis rentas fijas en algunos millones, pero una de las fantasías más antiguas de mi juventud se ha convertido en un hecho visible. La ciudad ha sido abofeteada, la Naturaleza ha sido vengada.

He vivido durante muchos años en horribles habitaciones en los barrios más populosos de la ciudad más populosa, polvorienta y rumorosa del mundo. Odiaba las habitaciones, las casas, las calles, la ciudad. Y no tenía más remedio que vivir allí. Y pensaba que, cincuenta o cien años antes, en el lugar de aquellos inmundos callejones, aquellos caserones sucios y apestosos, de aquellos laberintos de asfalto y de barro, había praderas donde las flores se abrían al sol, campos donde los frutos maduraban, los pájaros cantaban, corrían las liebres y el viento pasaba libremente: la tierra franca, saturada de agua, olorosa de hierba, sana, silenciosa, hospitalaria a los vagabundos. Y soñaba que un hombre poderosísimo -rico o dictador-podría divertirse un día en devolver a la Naturaleza un pedazo, al menos, de aquella asquerosa ciudad, derribando las casas, desempedrando las calles y haciendo volver el aire límpido donde había corrupción, los marjales floridos donde corrían las cloacas, el silencio donde había el estruendo, la soledad donde millares de hombres se amontonaban en tumbas de ladrillos superpuestas. 

Este pensamiento me guió, tal vez, sin darme cuenta, cuando compré muchas casas en uno de los barrios populares de Nueva York. En vez de invertir mi dinero aquí y allá en la metrópoli, di orden a mis agentes de comprar únicamente casas en aquel barrio. Con el tiempo lo habría transformado sacando una renta tres veces mayor. Pero cuando me di cuenta de que poseía dos o tres calles, enteras, y, a excepción de algunos trozos aislados, todo el barrio, me asaltó, con extraña fuerza, el recuerdo y también la tentación de aquel sueño.

La fantasía rebasaba todos los cálculos; no pude resistir. Poco a poco conseguí comprar las pocas casas que no eran de mi propiedad y me encontré dueño absoluto de veinte acres de Nueva York, más de ochenta mil metros cuadrados. Fueron necesarios seis meses para hacer salir a todos los habitantes y diez meses para derribar todas las casas. Quedaban entre los escombros algunas vías públicas sobre las cuales no tenía derecho. Fue necesario un año de gestiones e instancias cerca del Municipio y del Estado de Nueva York para que cediesen aquellas calles para mi uso. No habiendo ya habitantes, las calles de acceso a las casas derruidas eran ahora inútiles. Tuve que hacer creer que destinaría a uso público el parque, para hacer desaparecer la última resistencia. Apenas estuvo todo en regla, obré como me pareció para llevar a cabo mis planes. 

Los veinte acres fueron circundados de una alta muralla, sin ventanas, cancelas ni portalones -el ingreso para mí es subterráneo- y un cuartel general de botánicos, de zoólogos y de ingenieros, después de tres años de trabajo, ha realizado el milagro. 

En el lugar del asqueroso barrio habitado por obreros, pequeños empleados, pequeños tenderos, se halla ahora una especie de selva virgen con largos bosques, prados y canales, donde los pájaros cantan, donde los árboles florecen, donde apenas se oye, lejano y confuso, el rumor de la ciudad infernal. Una parte del terreno ha sido convertida en jardín zoológico; leones y panteras rugen allí donde alborotaban los chiquillos y charlaban las comadres. En la parte destinada a bosque he hecho introducir liebres, ardillas y erizos, y nadie tiene derecho a matarlos. Las plantas, traídas aquí ya adultas, y defendidas con los métodos más seguros, están ya vigorosas y se multiplican, hasta el punto de formar umbríos senderos y dédalos pintorescos: la ilusión de estar apartado centenares de millas de la más poblada ciudad de la tierra. 

Aquí no hay casas, a excepción de algunos pabellones escondidos para los jardineros y los guardianes de las fieras. Quien pasa por el exterior no ve nada, no disfruta nada; tal vez, por la noche, en las calles vecinas se oirá el rugido del tigre o el canto del ruiseñor. 

Yo solo disfruto de este pequeño paraíso terrestre reconquistado. No hago entrar a nadie, no invito a nadie. No he gastado una importante parte de mis capitales para ser admirado o para oír cumplidos, sino solamente para contentar a aquel muchacho que llevó, hace ya tantos años, mi mismo nombre y sufrió el fétido amontonamiento y la estrechez de la ciudad, y al fin se ha vengado restituyendo a la luz al menos un trozo de aquellos campos que los hombres habían escondido bajo innobles cubos celulares.

En las calles por donde todos pasaban, no paso más que yo. Donde los automóviles aullaban y apestaban, se pasean los plácidos osos. Donde el prestamista se hallaba apostado en espera de una víctima, el chacal se solaza al sol. 

Me he pagado, en el corazón de una ciudad orgullosa y colosal, el verdadero lujo, el más costoso, del hombre moderno: el aislamiento y el silencio. Los que pasan por el exterior y ven los altos muros desnudos y saben lo que hay dentro, exclaman: « ¡Capricho de un loco! 

Yo, en cambio, tengo la impresión de haberme fabricado, en el recinto de un vasto manicomio, una pequeña pero alegre celda de sabiduría.

¿Qué se puede esperar de una sociedad donde inundan peluquerías, chifas y pollerías?...

¿Qué se puede esperar de una sociedad donde inundan peluquerías, chifas y pollerías? Donde el principal valor está en lo que se traga. Se ce...