miércoles, 5 de octubre de 2016

Viaje hacia la virtual Ciudad Grifalda Ediciones.


Desde hace un buen tiempo, el mundo ha dejado de ser sólido en tradiciones, costumbres y maneras. Aquello heredado ya no posee las características que por años nos costaba asimilar. Estas tenían lo creído inamovible e inalterable, lo que es capaz de perdurar y estar seguro de que lo que estuvo también estará más allá. Se intentó despojar de estas características a aquellas instituciones forjadas con taras sociales y económicas, generadoras de desigualdades para formar otras que sí poseyeran -con justicia- lo que un nuevo ser humano y sociedad merecían, sin condicionamientos capitalistas y opresores para formar otras instituciones mejores y más pétreas. Pero la historia nos ha brindado otra lección en que al quitarle dicha rigidez, no la ha reemplazado por otra mejor, sino que al arrancarla de raíz, estás se han esparcido por el espacio, las han diluido, pues la liquidez de la modernidad dominada por una economía veloz quita toda permanencia si esta no ayuda a su reproducción. Sin embargo, lo diluido, como diría Zygmunt Bauman, no ha sido reemplazado por instituciones permanentes, sino por una “modernidad fluida” que no da tiempo para seguir sus pautas porque estas ya son confusas y cambiantes. Es así que en un proceso de adaptación del que uno nunca terminará de acostumbrarse, surgen maneras que optan por una alternativa etérea y maleable, aquella que pueda sostenerse en el tiempo aun sabiendo que este quizás pueda desaparecer en una marea de cambios que aún no la vemos venir. Aferrándonos de cualquier boya sin ancla o de algo sólido a sabiendas que este próximamente “se desvanezca en el aire”, parafraseando a un libro de Marshall Berman.
Y es en ese lapso que la virtualidad nos da la ilusión de mantenernos a flote, de considerar las reglas de juego aún permanentes con la esperanza de no salirnos del tobogán que nos arroja raudamente hacia el día siguiente, y exigimos y creamos nuestras propias instituciones, efímeras de intenciones pues la realidad no le puede dar ya más asidero ante una conciencia personal cambiante (víctima de este mundo líquido). Es en esa senda en el que hallamos la razón de la existencia de la editorial virtual que aloja tres de mis libros. La actual modernidad, la que nos hace pensar que lo sólido ocupa espacio y hace crecer la ansiedad por saber qué hacer con lo material cuando deje de ser útil, nos motiva -ya en aparente libertad- el publicar en ese mundo intocable, que no vive este tiempo y sólo está ante nuestros ojos en los espasmos eléctricos de nuestro ordenador. Los poemarios virtuales publicados pretenden estar a tono con esta tendencia, ser una transición personal y no ocupar un espacio físico ni mental, no existir en un mundo sólido y dejarlo tan permanente en una dimensión digital que no interrumpa nuestra vida cambiante e inamovible. Los libros de la imagen no existen en este mundo real, la editorial tampoco, el contenido y lo que representan sí, que van más allá de lo tangible. Lo que ven sus ojos es parte de ese puente que no nos permite divisar lo que hay del otro lado pero invita a cruzarlo porque en esa travesía no hay riesgo alguno. En un formato físico quizás estos poemarios publicados el 2012, pierdan las raíces de su propia existencia, sin embargo, ahora flotan, pero virtualmente son sólidos sobre una marea que nunca los podrá hundir.
Enlaces de dichos poemarios virtuales:
Clase de Anatomía:
El Descenso de la Realidad:







El Mundo Inventado:

https://issuu.com/cverlaine/docs/elmundoinventado3/1


Clase de Anatomía:

https://issuu.com/cverlaine/docs/clase_de_anatom_a/1


El Descenso de la Realidad:

http://issuu.com/cverlaine/docs/el_descenso_de_la_realidad/3?e=0




Regreso a ser semilla


La expresión de la propia idea es comprometerse con uno mismo, depender de los conocimientos adquiridos para crear algo personal y si es posible, original. La universidad, definitivamente, no es un lugar para ello. Sin embargo, dentro de esta existen espacios donde se puede experimentar tales propósitos, y quizás luego de esos intentos se pueda obtener algo digno de ser compartido. Uno de los espacios hallados fue el Taller de Narrativa de la Universidad de Lima, que por ese entonces era una isla creativa emergiendo de un bloque corporativo de cemento, donde uno decía lo que quería y que con algo de suerte podría trasladarlo al papel. Es en ese lugar donde conocí al escritor Cronwell Jara que por ese entonces lo dirigía. Llegar ahí fue un descubrimiento tan grande como la primera feria del libro que visité (y no voy a negar que al entrar me emocioné hasta casi lagrimear), y digo grande porque los pocos años que había dedicado a la lectura hasta ese entonces los había hecho en soledad y en mi ignorancia no sabía la existencia de talleres de ese estilo. En esa primera sesión sólo estuvimos el profesor Cronwell y yo, así que pude hablar largamente lo que durante mucho tiempo pensé de la literatura y que no había dicho a nadie, me escuchó pacientemente y con dedicación me habló sobre autores latinoamericanos que conocía sólo nominalmente producto de una educación elemental paporretera. Así, al final de dicha reunión, me acompañó a fotocopiar unos cuentos que me dio y que serían de necesaria lectura si en algún momento  quería escribir un buen relato (aún conservo esas hojas) También fue en ese taller en el que leí mi primer cuento escrito en mi época escolar y yo, creyendo que existía la posibilidad de mejorarlo, el profesor Cronwell lo sentenció lapidariamente con un: “está bien como ejercicio”. Durante ese periodo de aprendizaje fui un oyente dedicado de aquel taller de narrativa (como en muchos otros luego de este), donde iba a escuchar de autores y libros, y sobre todo, ver cómo era la construcción de nuevas obras que unos compañeros compartían con orgullo y otros con vergüenza y recelo.  Aprendí demasiado en ese taller, comprendí con agrado y alivio que la creación literaria no era sobrehumana y más aún, que no estaba sólo en dicha labor. Y que en ese literario primer paso se marcaba el descomunal viaje hacia el encuentro con uno mismo.


Hacerle llegar mis libros al profesor que me develó con generosidad el espíritu y el organismo de la escritura ha sido una experiencia gratificante.


                                       Carlos Luján Andrade / Cronwell Jara Jiménez

lunes, 15 de agosto de 2016

El Comedio del Breñal de Carlos E. Luján Andrade por Iván Fernández-Dávila

El Comedio del Breñal 
de Carlos E. Luján Andrade



Es cierto
es cierto que este mundo en que nos falta el aire
solo inspira en nosotros un asco manifiesto,
un deseo de huir sin esperar ya nada,
y no leemos más los títulos del diario.
Queremos regresar a la antigua morada
donde el ala de un ángel cubría a nuestros padres,
queremos recobrar esa moral extraña
que hasta el postrer instante santifica la vida.
Queremos algo como una fidelidad,
como una imbricación de dulces dependencias,
algo que sobrepase la vida y la contenga;
no podemos vivir ya sin la eternidad.

Michel Houellebecq


Carlos Luján Andrade propone un libro extraño desde el título —que el narrador se encargará de esclarecer—, fuera de lugar, ajeno a la tendencia actual de la narración autobiográfica y sustraído también a la tendencia anterior; es decir, textos basados en los años del conflicto armado interno, aunque hay unas líneas más o menos veladas que parecen incluirse no sin cierta culpa. Es un libro en el que no sucede prácticamente otra cosa que la reflexión compulsiva del protagonista: Julián Farkas. Ese pensamiento neurótico anegado en su finitud y las vueltas y torceduras del mismo en la búsqueda de sentido a su existencia.

Luján Andrade ha creado un personaje difícil: exmillonario, con formación universitaria, taxista, barbudo, poeta. De soterrado e involuntario humor. A ratos conmovedor en su inocencia y en su angustia existencial. Repulsivo en su arrogancia y ceguera. Exagerado, conservador, atribulado, fascistoide, religioso cercano al fanatismo, perdido en una ciudad que percibe vulgar e injusta. Desearía ser un cruzado, vivir en los días de los grandes relatos, aferrarse a un sentido de existencia más grande que la vida individual, ser un guerrillero, un mártir cristiano devorado por los leones, un fanático en misión suicida, morir por algo. Incapaz de salir de sí, no sabemos si amó o fue amado. Mutismo acerca de cualquier afecto maduro; sí muy breves evocaciones a la infancia, anhelando esa «patria del hombre», así llamada por Rilke.

El monólogo inicial lo pincela resueltamente: un histrión, pero herido. Se acerca al narrador en una sala de espera del seguro social, quien por alguna razón no lo evade o tilda de loco de buenas a primera. Hastiado y vacío, Farkas declara haber regalado casi toda la fortuna que había logrado obtener a temprana edad y sin esfuerzo. La razón la esboza así: despertó enajenado escuchando dentro de sí el debate de cientos de espíritus discutiendo indignados su predilección por lo inservible. Gregorio Samsa esquizofrénico. Cita poemas, va de un lado a otro. Ha encontrado al espectador (el narrador) y realiza su papel esforzadamente antes de entregarle un mamotreto con sus escritos alegando que está perdiendo la memoria; luego, desaparece.

En sus textos, Farkas nos resulta familiar. Es uno de los hombres de nuestro tiempo, ese que se encuentra escindido en la concepción dualista de la existencia; que, siguiendo a Platón, piensa en términos de cuerpo y espíritu en pleno Postmodernismo. Arrojado en un mundo sin Dios, se debate entre aceptar el nihilismo que repudia y que lo tienta y el deseo desesperante por alcanzar una fe que le resulta esquiva. Ni pensar en acomodar la idea de Dios en la vida contemporánea, un Dios más accesible a la cotidianidad, como el propuesto por John Caputo con su «Dios débil». Esto es no divinizar al hombre, si no humanizar a Dios. Para alguien como Farkas es inadmisible. Imposible vivir sin el dogma férreo, sin la fidelidad a la escritura, sin la fantasía de la batalla contra los infieles. Le urge una estructura que justifique sus días y en la cual guarecerse. Necesita un amo, una promesa, un sentido para responder la pregunta existencial.

Como no lo consigue, no soporta ser; de modo que intenta ser otro, prueba nuevas máscaras, ensaya vidas distintas y fracasa irremediablemente. La primera de estas, según lo que se puede desprender de sus escritos, es la del exceso. Fue Blake quien escribió: «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». También fue él quien dejó escrito en uno de sus impresionantes grabados: «Busqué el placer y solo encontré un dolor inexpresable». 

Farkas se entrega a experiencias diversas, aparentemente vive un período de «sensation seeker»; como resultado arruina su cuerpo y empieza a pensar en su desaparición, lo que le produce miedo. «El temor a desaparecer (…) me deja en un estado de miedo constante obligándome a replantear cuestiones ideológicas o cotidianas». Es entonces que inicia su reflexión obsesiva a partir del cuerpo, siendo un dualista sin remedio. «En esta condición de “ser en el cuerpo” es que aprendemos más del espíritu».

Farkas proclama la fatuidad e injusticia del mundo del que no puede escapar. Harto de los límites del cuerpo y de la razón, acaricia la posibilidad de la desaparición voluntaria. De la mano de Heidegger y el ser para la muerte, comprende que la vida es un camino hacia la nada. Demuestra otra fisura en su supuesta condición cristiana: no tiene fe en la vida posterior, mucho menos en la resurrección, sabe que le espera el vacío. «Debería existir una filosofía del suicidio, no de la muerte», escribe, desconociendo a Cioran. Olvida también y, sobretodo, El mito de Sísifo de Camus: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».

Farkas propone ubicarnos en «sensaciones eternas» que podemos encontrar en la literatura, la música, la religión, «para crear la abstracción mental que nos reciba luego de la autoeliminación». Volvemos a Camus: «La belleza, que ayuda a vivir, también ayuda a morir»; sin embargo, hace lo contrario a lo propuesto por el francés y se aferra a la irracionalidad, lo que el autor de La Peste denominó el «suicidio filosófico» —solo de ese suicidio será capaz Farkas—. No alcanza la dicha de Sísifo porque no le es posible aceptar el absurdo y, a pesar de esto, construir una vida con alegría. Por ello, desesperado y culposo, abandona sus reflexiones al respecto y clama: «¡Dios!, ¿quién será el ejecutor? ¿Una ley y un Estado puro tan infalibles como tú? ¿Acaso es imposible? Tortuosa tarea el imponer tu ley en manos del hombre».

Y es que Farkas exige exactamente eso: una ley divina, una teología fuerte. Exige una sociedad comprometida desde un espacio-tiempo sepultado en el relativismo de un mundo salvaje en el que grandes muchedumbres humanas pugnan devorándose entre sí y la única exigencia es sobrevivir un día más. Es evidente que Farkas encontraría justificación existencial en una teocracia pero, por otro lado, no soporta a las personas, es un misántropo y no sabe cómo vivir en comunidad. Se siente abandonado, incomprendido. Piensa en Cristo, se aferra a la idea que tiene de él, la posibilidad de un amor real y grande: «En las palabras de Jesús podemos encontrar algo de verdad: la grandeza que le dio al significado del amor. Su actitud transgredió lo venerado hasta ese entonces en donde la fuerza romana y el fervor imperial validaban las leyes de los dioses». De acuerdo a su estado de ánimo, oscila entre los genocidios del Antiguo Testamento y el poner la otra mejilla del Nuevo Testamento. Vive fuera de sí, en entelequias y solo si el hombre es una abstracción, lo acepta, jamás al individuo, jamás al otro. «Sí, yo amo a la humanidad mas no a los hombres». Y no tiene el menor interés, no sabría cómo, de anular esa distancia. «No deseo comprender a los demás, fatiga al entendimiento, retiene al espíritu en una caja e impone la voluntad ajena en nuestra conciencia. Es preferible caer en la necedad libre, fresca, pura y auténtica a declinar el parecer propio ante argumentos engañosos y potencialmente erróneos». Ególatra, cree poseer la verdad a ultranza y prefiere no arriesgarse a no tenerla, descarta el diálogo y se abraza en soledad. Totalmente aislado de los hombres, mísero y meditabundo, en su profunda desolación delira: «He comprendido el orden del cosmos». Por ello, no sorprende que llegando al final de sus escritos emprenda, sin sustancias externas de por medio, un viaje interior a las profundidades de su cuerpo en el que observa pasajes del universo. Y, otra vez, al igual que no se atreve a ir al límite en sus reflexiones tampoco se deja llevar en sus alucinaciones.

Finalmente, considerando que estos viajes introspectivos lo dejan ad portas de una nueva vida, discurre por el centro de Lima «buscando la necesidad de nutrirse de sueños fértiles» y halla un texto perdido que, para cerrar el juego de espejos y máscaras, apareció en la revista El Círculo de Tiza, que el autor Carlos Luján Andrade dirigió. «Contra los impíos» es un texto vesánico en el que Farkas consigue correspondencia y alivio, allí revive su fantasía de ser un guerrero de Dios, ansioso por derramar la sangre de quienes considera impuros ante lo divino. Bastan unas líneas para observarlo: «¡Ahí vamos infieles, les espera la más sangrienta muerte! Los mensajeros de la razón nos dicen que tienen armaduras de cartón y espadas de papel, nos triplicarán en número, pero el coraje espartano está en la embriaguez del alma. ¡Porque llegaremos, sí, lo juramos ante Dios y ante la razón! ¡Ahora, serán desangrados canallas, para que nuestros sueños fluyan en sus venas!».

Inmediatamente después, asqueado, deambula por las calles de Lima, apretado en una cola del seguro social o reclamando en voz alta que le sirvan un café. Barbudo y dividido, este taxista con estudios superiores, se diluye en un mundo que le es absolutamente ajeno: «Así me alejo, entre la muchedumbre callejera vestida con trajes de lino y cólera».
A pesar de todo, después de leer y pensar en sus escritos, uno se pregunta: ¿no tendrá razón Farkas en su desprecio por el hombre? El problema es que no encuentra contrastes, no ve algo que le haga creer que la vida vale la pena ser vivida. Nada le interesa, nada le atrae. Carece de vívida experiencia humana. Su fe es débil y su religiosidad no le alcanza, porque es además equivocada. Habla de una «cristiana soledad» cuando el cristianismo verdadero implica necesariamente al prójimo, al amor y el perdón. La incapacidad de comunicarse con el resto lo hunde en su egoísmo. No tiene ni siquiera la amistad, mucho menos el amor, que hacen llevadera la existencia. Aspectos en los que podría encontrar momentos de solaz, significado y belleza. Ignora que el sentido que exige a los días no existe y que es justamente en el transcurso del tiempo que uno cree conseguirlo a través de un oficio, de un compromiso, de una vocación. Y por eso no es posible en soledad, sino en la existencia del otro que justifica la nuestra. Su concepción de la mujer, si es que la ve, es la de un entomólogo. No llega a creer en nada ni siquiera en «no creer en nada» y así, al menos, regodearse en su nihilismo. Lo único que tuvo fueron sus libros y como Peter Kien, el protagonista pergeñado por Canetti en Auto de fe, de buena gana se prendería fuego rodeado por estos si no lo frenara el pavor a desaparecer.

Al final, cabe recordar las palabras de Víctor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido: «El hombre se destruye no por sufrir, sino por sufrir sin sentido». Esa es la tragedia de Farkas —y la de casi todo el mundo—: sufre en vano y está a punto de desaparecer.

Farkas, en un acto final antes de perder su memoria y su humanidad del todo, obtiene la posibilidad de una esperanza. La entrega «al otro». Se entrega. ¿Qué somos sino nuestra memoria? En el momento en que deja de autocontemplarse, de desmenuzarse cavilando, vislumbra la posibilidad de ser. No refugiándose en guerreros medievales ni en viajes en astronaves alucinadas hacia el interior de su cuerpo, sino que es un simple paciente esperando en un hospital por ser atendido. Un extraño, un cualquiera. El infierno es el otro solo cuando no hay compasión. No sabemos cuál fue el destino de Julián. Es a través de la figura del narrador y la decisión de este por publicar sus escritos que Farkas consigue el sentido que tanto persiguió. No en uno mismo, sino en los demás. En la solidaridad y en la compasión su tormento encuentra significado.



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