El Comedio del Breñal
de Carlos E. Luján Andrade
Es cierto
es cierto que este mundo en que nos falta el aire
solo inspira en nosotros un asco manifiesto,
un deseo de huir sin esperar ya nada,
y no leemos más los títulos del diario.
Queremos regresar a la antigua morada
donde el ala de un ángel cubría a nuestros padres,
queremos recobrar esa moral extraña
que hasta el postrer instante santifica la vida.
Queremos algo como una fidelidad,
como una imbricación de dulces dependencias,
algo que sobrepase la vida y la contenga;
no podemos vivir ya sin la eternidad.
Michel Houellebecq
Carlos Luján Andrade propone un libro extraño desde el
título —que el narrador se encargará de esclarecer—, fuera de lugar, ajeno a la
tendencia actual de la narración autobiográfica y sustraído también a la
tendencia anterior; es decir, textos basados en los años del conflicto armado
interno, aunque hay unas líneas más o menos veladas que parecen incluirse no
sin cierta culpa. Es un libro en el que no sucede prácticamente otra cosa que la reflexión compulsiva del protagonista: Julián Farkas. Ese pensamiento neurótico anegado
en su finitud y las vueltas y torceduras del mismo en la búsqueda de sentido a
su existencia.
Luján Andrade ha creado un personaje difícil: exmillonario,
con formación universitaria, taxista, barbudo, poeta. De soterrado e
involuntario humor. A ratos conmovedor en su inocencia y en su angustia
existencial. Repulsivo en su arrogancia y ceguera. Exagerado, conservador,
atribulado, fascistoide, religioso cercano al fanatismo, perdido en una ciudad
que percibe vulgar e injusta. Desearía ser un cruzado, vivir en los días de los
grandes relatos, aferrarse a un sentido de existencia más grande que la vida
individual, ser un guerrillero, un mártir cristiano devorado por los leones, un
fanático en misión suicida, morir por algo. Incapaz de salir de sí, no sabemos
si amó o fue amado. Mutismo acerca de cualquier afecto maduro; sí muy breves
evocaciones a la infancia, anhelando esa «patria del hombre», así llamada por
Rilke.
El monólogo inicial lo pincela resueltamente: un histrión,
pero herido. Se acerca al narrador en una sala de espera del seguro social,
quien por alguna razón no lo evade o tilda de loco de buenas a primera.
Hastiado y vacío, Farkas declara haber regalado casi toda la fortuna que había
logrado obtener a temprana edad y sin esfuerzo. La razón la esboza así:
despertó enajenado escuchando dentro de sí el debate de cientos de espíritus
discutiendo indignados su predilección por lo inservible. Gregorio Samsa
esquizofrénico. Cita poemas, va de un lado a otro. Ha encontrado al espectador
(el narrador) y realiza su papel esforzadamente antes de entregarle un
mamotreto con sus escritos alegando que está perdiendo la memoria; luego,
desaparece.
En sus textos, Farkas nos resulta familiar. Es uno de los
hombres de nuestro tiempo, ese que se encuentra escindido en la concepción
dualista de la existencia; que, siguiendo a Platón, piensa en términos de
cuerpo y espíritu en pleno Postmodernismo. Arrojado en un mundo sin Dios, se
debate entre aceptar el nihilismo que repudia y que lo tienta y el deseo
desesperante por alcanzar una fe que le resulta esquiva. Ni pensar en acomodar
la idea de Dios en la vida contemporánea, un Dios más accesible a la
cotidianidad, como el propuesto por John Caputo con su «Dios débil». Esto es no
divinizar al hombre, si no humanizar a Dios. Para alguien como Farkas es
inadmisible. Imposible vivir sin el dogma férreo, sin la fidelidad a la
escritura, sin la fantasía de la batalla contra los infieles. Le urge una
estructura que justifique sus días y en la cual guarecerse. Necesita un amo,
una promesa, un sentido para responder la pregunta existencial.
Como no lo consigue, no soporta ser; de modo que intenta ser
otro, prueba nuevas máscaras, ensaya vidas distintas y fracasa
irremediablemente. La primera de estas, según lo que se puede desprender de sus
escritos, es la del exceso. Fue Blake quien escribió: «El camino del exceso
conduce al palacio de la sabiduría». También fue él quien dejó escrito en uno
de sus impresionantes grabados: «Busqué el placer y solo encontré un dolor
inexpresable».
Farkas se entrega a experiencias diversas, aparentemente
vive un período de «sensation seeker»; como resultado arruina su cuerpo y
empieza a pensar en su desaparición, lo que le produce miedo. «El temor a
desaparecer (…) me deja en un estado de miedo constante obligándome a
replantear cuestiones ideológicas o cotidianas». Es entonces que inicia su
reflexión obsesiva a partir del cuerpo, siendo un dualista sin remedio. «En
esta condición de “ser en el cuerpo” es que aprendemos más del espíritu».
Farkas proclama la fatuidad e injusticia del mundo del que
no puede escapar. Harto de los límites del cuerpo y de la razón, acaricia la
posibilidad de la desaparición voluntaria. De la mano de Heidegger y el ser
para la muerte, comprende que la vida es un camino hacia la nada. Demuestra
otra fisura en su supuesta condición cristiana: no tiene fe en la vida
posterior, mucho menos en la resurrección, sabe que le espera el vacío.
«Debería existir una filosofía del suicidio, no de la muerte», escribe,
desconociendo a Cioran. Olvida también y, sobretodo, El mito de Sísifo de
Camus: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el
suicidio».
Farkas propone ubicarnos en «sensaciones eternas» que
podemos encontrar en la literatura, la música, la religión, «para crear la
abstracción mental que nos reciba luego de la autoeliminación». Volvemos a
Camus: «La belleza, que ayuda a vivir, también ayuda a morir»; sin embargo,
hace lo contrario a lo propuesto por el francés y se aferra a la
irracionalidad, lo que el autor de La Peste denominó el «suicidio filosófico» —solo
de ese suicidio será capaz Farkas—. No alcanza la dicha de Sísifo porque no le es posible aceptar el absurdo y, a pesar de
esto, construir una vida con alegría. Por ello, desesperado y culposo, abandona
sus reflexiones al respecto y clama: «¡Dios!, ¿quién será el ejecutor? ¿Una ley
y un Estado puro tan infalibles como tú? ¿Acaso es imposible? Tortuosa tarea el
imponer tu ley en manos del hombre».
Y es que Farkas exige exactamente eso: una ley divina, una
teología fuerte. Exige una sociedad comprometida desde un espacio-tiempo
sepultado en el relativismo de un mundo salvaje en el que grandes muchedumbres
humanas pugnan devorándose entre sí y la única exigencia es sobrevivir un día
más. Es evidente que Farkas encontraría justificación existencial en una
teocracia pero, por otro lado, no soporta a las personas, es un misántropo y no
sabe cómo vivir en comunidad. Se siente abandonado, incomprendido. Piensa en
Cristo, se aferra a la idea que tiene de él, la posibilidad de un amor real y
grande: «En las palabras de Jesús podemos encontrar algo de verdad: la grandeza
que le dio al significado del amor. Su actitud transgredió lo venerado hasta
ese entonces en donde la fuerza romana y el fervor imperial validaban las leyes
de los dioses». De acuerdo a su estado de ánimo, oscila entre los genocidios
del Antiguo Testamento y el poner la otra mejilla del Nuevo Testamento. Vive
fuera de sí, en entelequias y solo si el hombre es una abstracción, lo acepta,
jamás al individuo, jamás al otro. «Sí, yo amo a la humanidad mas no a los
hombres». Y no tiene el menor interés, no sabría cómo, de anular esa distancia.
«No deseo comprender a los demás, fatiga al entendimiento, retiene al espíritu
en una caja e impone la voluntad ajena en nuestra conciencia. Es
preferible caer en la necedad libre, fresca, pura y auténtica a declinar el
parecer propio ante argumentos engañosos y potencialmente erróneos». Ególatra,
cree poseer la verdad a ultranza y prefiere no arriesgarse a no tenerla,
descarta el diálogo y se abraza en soledad. Totalmente aislado de los hombres,
mísero y meditabundo, en su profunda desolación delira: «He comprendido el
orden del cosmos». Por ello, no sorprende que llegando al final de sus escritos
emprenda, sin sustancias externas de por medio, un viaje interior a las
profundidades de su cuerpo en el que observa pasajes del universo. Y, otra vez,
al igual que no se atreve a ir al límite en sus reflexiones tampoco se deja
llevar en sus alucinaciones.
Finalmente, considerando que estos viajes introspectivos lo
dejan ad portas de una nueva vida, discurre por el centro de Lima «buscando la
necesidad de nutrirse de sueños fértiles» y halla un texto perdido que, para
cerrar el juego de espejos y máscaras, apareció en la revista El Círculo de
Tiza, que el autor Carlos Luján Andrade dirigió. «Contra los impíos» es un
texto vesánico en el que Farkas consigue correspondencia y alivio, allí revive
su fantasía de ser un guerrero de Dios, ansioso por derramar la sangre de
quienes considera impuros ante lo divino. Bastan unas líneas para observarlo:
«¡Ahí vamos infieles, les espera la más sangrienta muerte! Los mensajeros de la
razón nos dicen que tienen armaduras de cartón y espadas de papel, nos triplicarán
en número, pero el coraje espartano está en la embriaguez del alma. ¡Porque
llegaremos, sí, lo juramos ante Dios y ante la razón! ¡Ahora, serán desangrados
canallas, para que nuestros sueños fluyan en sus venas!».
Inmediatamente después, asqueado, deambula por las calles de
Lima, apretado en una cola del seguro social o reclamando en voz alta que le
sirvan un café. Barbudo y dividido, este taxista con estudios superiores, se
diluye en un mundo que le es absolutamente ajeno: «Así me alejo, entre la muchedumbre
callejera vestida con trajes de lino y cólera».
A pesar de todo, después de leer y pensar en sus escritos,
uno se pregunta: ¿no tendrá razón Farkas en su desprecio por el hombre? El
problema es que no encuentra contrastes, no ve algo que le haga creer que la
vida vale la pena ser vivida. Nada le interesa, nada le atrae. Carece de vívida
experiencia humana. Su fe es débil y su religiosidad no le alcanza, porque es
además equivocada. Habla de una «cristiana soledad» cuando el cristianismo
verdadero implica necesariamente al prójimo, al amor y el perdón. La
incapacidad de comunicarse con el resto lo hunde en su egoísmo. No tiene ni
siquiera la amistad, mucho menos el amor, que hacen llevadera la existencia.
Aspectos en los que podría encontrar momentos de solaz, significado y belleza.
Ignora que el sentido que exige a los días no existe y que es justamente en el
transcurso del tiempo que uno cree conseguirlo a través de un oficio, de un
compromiso, de una vocación. Y por eso no es posible en soledad, sino en la
existencia del otro que justifica la nuestra. Su concepción de la mujer, si es
que la ve, es la de un entomólogo. No llega a creer en nada ni siquiera en «no
creer en nada» y así, al menos, regodearse en su nihilismo. Lo único que tuvo
fueron sus libros y como Peter Kien, el protagonista pergeñado por Canetti en Auto de fe, de buena gana se prendería fuego rodeado
por estos si no lo frenara el pavor a desaparecer.
Al final, cabe recordar las palabras de Víctor Frankl en su
libro El hombre en busca de sentido: «El hombre se destruye no por sufrir, sino
por sufrir sin sentido». Esa es la tragedia de Farkas —y la de casi todo el
mundo—: sufre en vano y está a punto de desaparecer.
Farkas, en un acto final antes de perder su memoria y su
humanidad del todo, obtiene la posibilidad de una esperanza. La entrega «al
otro». Se entrega. ¿Qué somos sino nuestra memoria? En el momento en que deja
de autocontemplarse, de desmenuzarse cavilando, vislumbra la posibilidad de
ser. No refugiándose en guerreros medievales ni en viajes en astronaves
alucinadas hacia el interior de su cuerpo, sino que es un simple paciente
esperando en un hospital por ser atendido. Un extraño, un cualquiera. El
infierno es el otro solo cuando no hay compasión. No sabemos cuál fue el
destino de Julián. Es a través de la figura del narrador y la decisión de este
por publicar sus escritos que Farkas consigue el sentido que tanto persiguió.
No en uno mismo, sino en los demás. En la solidaridad y en la compasión su
tormento encuentra significado.
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