miércoles, 14 de mayo de 2025

La primera y única vez que vi a Mario Vargas Llosa fue en 1997 ...

La primera y única vez que vi a Mario Vargas Llosa fue en 1997 cuando vino a dar una conferencia a la Universidad de Lima acompañado de su gran amigo, el escritor chileno Jorge Edwards. Se realizó en el novísimo ZUM (Zona de usos múltiples) que la universidad estrenaba. Por ese entonces, estaba a punto de cumplir veinte años. Ese día era especial porque iba a conocer a mi héroe literario. El primer libro con el que entré a la universidad ya como alumno, fue la edición de populibros de Los Cachorros. Me recuerdo manoseando y viendo una y otra vez la cubierta del ejemplar sentado en los sillones del consultorio a la espera de una revisión médica necesaria para matricularme por primera vez. Esos días iniciales como universitario, lo leí paralelamente a Los Perros Hambrientos de Ciro Alegría y el libro de difusión científica de Tomás Unger, La ventana a la ciencia.

No obstante, esa admiración no era compartida por mis compañeros de clase. Con sorpresa, me di cuenta que en los cursos de Estudios Generales, los alumnos pifeaban a los maestros que mencionaban el nombre del escritor. Solo un par de años después, me enteré que esos jóvenes eran hijos de empresarios o políticos afines al Fujimorismo. Y debo confesar que, durante toda la carrera universitaria, sobre todo en la facultad de Derecho, se podía hallar a gente defensora del dictador por todos lados. Un sinsentido.

Unos meses después, por recomendación de mi hermana, cayó en mis manos la edición de Seix Barral de La Conversación en La Catedral. Aquella que tiene una hipnótica portada en la que aparecen vasos y colillas de cigarrillos sobre una mesa. Como siempre tenía costumbre de andar con un libro en la mano, cuando debía esperar una clase o a alguien, no dejaba de ver una y otra vez la foto de la cubierta cuando por la ansiedad, me aburría de leer el contenido.

Después leí un par de novelas más, y cuando pasado un año se anunció que visitaría la universidad, me prometí ir a verlo. No obstante, por esa época del año, me prendí de una muchacha con la que apenas llevaba un curso electivo. No podía dejar de verla durante la clase, quizás consciente que solo tenía un par de horas a la semana para hacerlo. Cada clase, más que prestar atención, imaginaba formas de dirigirle la palabra. Mi timidez era absoluta con respecto a las mujeres por ese entonces, pero solo cuando realmente me agradaban. Como ella se sentaba una carpeta delante de la mía, como niño de primaria, cada vez que se caía algo de su carpeta, yo lo recogía con rapidez, sospechando que alguno otro me podría ganar. Ella sin voltear del todo, me daba las gracias con desgano. Es así que el profesor pidió que hiciéramos grupos para un trabajo. Era la oportunidad esperada. Sabiendo que me jugaba mi poco amor propio que me quedaba hasta ese entonces si me rechazaba, me acerqué y le propuse hacer el trabajo con ella. Y como el gol de Quevedo al Sao Paolo, contra todo pronóstico, aceptó. Así pasaron las semanas y estaba en la estratósfera reuniéndome con ella en la biblioteca y la cafetería. Sin embargo, notaba que era caprichosa. Le costaba reírse de mis bromas y me mandoneaba como a un perro entrenado. Pero a esa edad, uno no es consciente de nada, se dejaba llevar por sus emociones. Hasta que pensé que algo más le debía decir. Y le propuse quedar un sábado por la mañana en el campus para conversar, aprovechando que ella tenía un curso ese día. Sin embargo, la noche del viernes, el día anterior, era la presentación de Vargas Llosa. Ese día estuve sin falta y fue más que increíble la experiencia de oírlo. Durante el viaje de regreso tenía sensaciones intensas: acababa de ver y oír en vivo al master de las letras peruanas y al día siguiente vería a la muchacha que me quitaba el aliento. Aunque todo eso se desinfló al llegar a mi casa a eso de las diez y media de la noche. Mi padre me dijo que acababa de llamar una muchacha y que luego de preguntar por mí y querer saber dónde estaba, le había dicho que me comunicara que no iba a poder reunirse conmigo al día siguiente. Me quedé desilusionado. No comprendí qué había sucedido. Ya no la llamé a su casa por ser muy tarde y tampoco a primeras horas del sábado porque sabía que estaba en clases. La clase siguiente no fue, solo fue a las dos semanas y me trató con cierta frialdad para coordinar el trabajo que debíamos presentar. Nunca supe qué pasó, pero siempre sospeché que fue porque no estuve a su disposición ese día que fui a ver a Mario Vargas Llosa. Por meses no sabía si debía arrepentirme por ir a verlo. Cada vez que recuerdo esos pensamientos casi adolescentes de incertidumbre, me da nostalgia al pensar en lo que por ese tiempo era mi gran preocupación.

Para limpiar aquella impresión de la vez que vi a Vargas Llosa ese día, cuando se organizó poco tiempo después un encuentro de narradores latinoamericanos en la universidad, fui a verlo de nuevo. Aunque para mi mala suerte, ya el escritor era querido por todos. Las demenciales colas para entrar al pequeño auditorio hicieron que me quedara sin butaca y solo lo pude ver por las llamadas aulas magnas, aledañas al auditorio, y por circuito cerrado. Al menos eso me sirvió de consuelo para ya no tenerle rencor al que sería el futuro nobel por no dejar que se consumara mi idilio juvenil.


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