La primera y única vez que vi a
Mario Vargas Llosa fue en 1997 cuando vino a dar una conferencia a la
Universidad de Lima acompañado de su gran amigo, el escritor chileno Jorge
Edwards. Se realizó en el novísimo ZUM (Zona de usos múltiples) que la
universidad estrenaba. Por ese entonces, estaba a punto de cumplir veinte años.
Ese día era especial porque iba a conocer a mi héroe literario. El primer libro
con el que entré a la universidad ya como alumno, fue la edición de populibros
de Los Cachorros. Me recuerdo manoseando y viendo una y otra vez la cubierta
del ejemplar sentado en los sillones del consultorio a la espera de una
revisión médica necesaria para matricularme por primera vez. Esos días
iniciales como universitario, lo leí paralelamente a Los Perros Hambrientos de
Ciro Alegría y el libro de difusión científica de Tomás Unger, La ventana a la
ciencia.
No obstante, esa admiración no
era compartida por mis compañeros de clase. Con sorpresa, me di cuenta que en
los cursos de Estudios Generales, los alumnos pifeaban a los maestros que
mencionaban el nombre del escritor. Solo un par de años después, me enteré que
esos jóvenes eran hijos de empresarios o políticos afines al Fujimorismo. Y
debo confesar que, durante toda la carrera universitaria, sobre todo en la
facultad de Derecho, se podía hallar a gente defensora del dictador por todos
lados. Un sinsentido.
Unos meses después, por
recomendación de mi hermana, cayó en mis manos la edición de Seix Barral de La
Conversación en La Catedral. Aquella que tiene una hipnótica portada en la que
aparecen vasos y colillas de cigarrillos sobre una mesa. Como siempre tenía
costumbre de andar con un libro en la mano, cuando debía esperar una clase o a
alguien, no dejaba de ver una y otra vez la foto de la cubierta cuando por la
ansiedad, me aburría de leer el contenido.
Después leí un par de novelas más,
y cuando pasado un año se anunció que visitaría la universidad, me prometí ir a
verlo. No obstante, por esa época del año, me prendí de una muchacha con la que
apenas llevaba un curso electivo. No podía dejar de verla durante la clase,
quizás consciente que solo tenía un par de horas a la semana para hacerlo. Cada
clase, más que prestar atención, imaginaba formas de dirigirle la palabra. Mi
timidez era absoluta con respecto a las mujeres por ese entonces, pero solo
cuando realmente me agradaban. Como ella se sentaba una carpeta delante de la
mía, como niño de primaria, cada vez que se caía algo de su carpeta, yo lo
recogía con rapidez, sospechando que alguno otro me podría ganar. Ella sin
voltear del todo, me daba las gracias con desgano. Es así que el profesor pidió
que hiciéramos grupos para un trabajo. Era la oportunidad esperada. Sabiendo
que me jugaba mi poco amor propio que me quedaba hasta ese entonces si me
rechazaba, me acerqué y le propuse hacer el trabajo con ella. Y como el gol de
Quevedo al Sao Paolo, contra todo pronóstico, aceptó. Así pasaron las semanas y
estaba en la estratósfera reuniéndome con ella en la biblioteca y la cafetería.
Sin embargo, notaba que era caprichosa. Le costaba reírse de mis bromas y me
mandoneaba como a un perro entrenado. Pero a esa edad, uno no es consciente de
nada, se dejaba llevar por sus emociones. Hasta que pensé que algo más le debía
decir. Y le propuse quedar un sábado por la mañana en el campus para conversar,
aprovechando que ella tenía un curso ese día. Sin embargo, la noche del
viernes, el día anterior, era la presentación de Vargas Llosa. Ese día estuve
sin falta y fue más que increíble la experiencia de oírlo. Durante el viaje de
regreso tenía sensaciones intensas: acababa de ver y oír en vivo al master de
las letras peruanas y al día siguiente vería a la muchacha que me quitaba el
aliento. Aunque todo eso se desinfló al llegar a mi casa a eso de las diez y
media de la noche. Mi padre me dijo que acababa de llamar una muchacha y que
luego de preguntar por mí y querer saber dónde estaba, le había dicho que me
comunicara que no iba a poder reunirse conmigo al día siguiente. Me quedé
desilusionado. No comprendí qué había sucedido. Ya no la llamé a su casa por
ser muy tarde y tampoco a primeras horas del sábado porque sabía que estaba en
clases. La clase siguiente no fue, solo fue a las dos semanas y me trató con
cierta frialdad para coordinar el trabajo que debíamos presentar. Nunca supe
qué pasó, pero siempre sospeché que fue porque no estuve a su disposición ese
día que fui a ver a Mario Vargas Llosa. Por meses no sabía si debía
arrepentirme por ir a verlo. Cada vez que recuerdo esos pensamientos casi
adolescentes de incertidumbre, me da nostalgia al pensar en lo que por ese
tiempo era mi gran preocupación.
Para limpiar aquella impresión de
la vez que vi a Vargas Llosa ese día, cuando se organizó poco tiempo después un
encuentro de narradores latinoamericanos en la universidad, fui a verlo de
nuevo. Aunque para mi mala suerte, ya el escritor era querido por todos. Las
demenciales colas para entrar al pequeño auditorio hicieron que me quedara sin
butaca y solo lo pude ver por las llamadas aulas magnas, aledañas al auditorio,
y por circuito cerrado. Al menos eso me sirvió de consuelo para ya no tenerle
rencor al que sería el futuro nobel por no dejar que se consumara mi idilio
juvenil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario