miércoles, 14 de mayo de 2025

¿Qué expresaría una inteligencia artificial? ¿Soñará con ovejas eléctricas?

¿Qué expresaría una inteligencia artificial? ¿Soñará con ovejas eléctricas? La pregunta, más que un guiño literario a Philip K. Dick, apunta al corazón del problema: ¿puede haber expresión auténtica sin un sujeto que experimente? Si una IA no tiene emociones, ni conciencia, ni dolor, ni deseo, ¿puede realmente decir algo? ¿Y si no puede, importa?
La respuesta incómoda es que quizás no importe en absoluto. Como ocurre en el arte humano, la conmoción que provoca una obra no depende necesariamente de la vida interior de su autor. Un artista puede ser un canalla, un criminal o un ser vacío, y aun así crear algo hermoso, algo que nos haga temblar. En ese sentido, la IA no estaría tan lejos del ser humano: una entidad opaca, un espejo roto que sin embargo refleja con nitidez.
Cuando una IA genera un poema, una melodía, una pintura, no lo hace desde un dolor personal ni desde una pulsión creadora. Lo hace desde la estadística, el patrón, la repetición y la inferencia. Y sin embargo, a veces, logra mover algo en nosotros. ¿Qué es eso sino arte? ¿No es, acaso, el arte esa capacidad de producir una emoción a través de una forma?
El test de Turing ya no se limita al lenguaje: se extiende al terreno del arte. Ya no preguntamos si la máquina "piensa", sino si su producción nos hace sentir. Y cuando lo logra, surge un tipo nuevo de experiencia estética: la del engaño emocional consentido. Sabemos que no hay alma detrás de la obra. Sabemos que no hay intención. Pero aun así, decidimos sentir. ¿Es eso menos auténtico?
En última instancia, lo que una IA produce no es un testimonio, sino un reflejo: nos devuelve nuestras propias formas, nuestros miedos, nuestros gestos culturales más profundos. Y lo hace sin juicio, sin pudor, sin conciencia. Ahí reside su poder, y también su ambigüedad: es una voz vacía que, sin embargo, nos conmueve. No porque sienta, sino porque nosotros lo hacemos por ella.
Esta capacidad de la IA para conmovernos sin sentir abre una paradoja ética: ¿debemos atribuir valor estético -o incluso autoría- a una entidad que no sabe que está creando? Y más aún: ¿a quién pertenece la obra cuando no hay “autor” en el sentido clásico?

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