CENTRO CULTURAL LA NOCHE, 7 DE SEPTIEMBRE DE 2011
Si la poesía es un arma cargada de futuro, como escribió el poeta español Gabriel Celaya, preguntémonos, ¿qué es ser un poeta en la primera década del nuevo siglo? Un esbozo de esa respuesta se encuentra en este libro bifronte, Soundtrack y Miles de Misiles, de Carlos Luján Andrade, dividido como el Dios grecorromano Jano, el de las dos caras, que miran hacia el pasado y el futuro simultáneamente, como un puente que acerca, que comunica, que se tiende entre dos tierras y hace posible que, como el Cristo Redentor, caminemos sobre las aguas, a veces fieras, o a veces mansas, del ayer y del mañana.
En ese orden de ideas, lo bueno de la dualidad es la posibilidad de construir hacia delante sin despreciar la experiencia de la historia pasada. Esa moneda, empero, tiene otra cara: lo malo de la dualidad es la incertidumbre, el no saber qué hacer ni a qué fuerzas ceder. Creo que en ese trance se encuentra la poesía peruana más reciente. Valora la tradición sin confiar plenamente en ella; se aleja de la tentación parricida pero le exige a sus padres literarios, a veces a la mala, que la dejen caminar sola; experimenta, pero sin el artificio o el compromiso de antaño, tomándose lo que escribe no tan en serio.
De allí que, en ciertas expresiones de la poesía última, como los libros objeto, o en aquellos que, como éste, son dobles, no aparezca del todo esa concepción del libro de poesía como un todo orgánico, que constituía y, todavía representa, la búsqueda de muchos de los vates de mi generación, la última que se organizó en generaciones literarias.
Creo que ni unos ni otros hemos tomado en cuenta la advertencia que hace el poeta y crítico mexicano Julián Herbert en su libro sobre la poesía de su país, Caníbal, cuando señala que hay poetas que viven de la tradición como si fuera la cuantiosa cuenta bancaria que les legó un tío lejano, y hay otros que toman posesión, con naturalidad, de una herencia que les es propia.
Con todo, me parece oportuna la pretensión de los noveles poetas, como Carlos Luján, y los libros elegantes y sugestivos, en su poder literario, que ahora comentamos. Cada autor debe buscar su propio camino, pensamos, y ésta no es la excepción.
Sí creemos que, sea cual sea su devenir creativo, y el excelente punto de partida que tiene con este libro en formato doble, se debe considerar, como sostienen diversos escritores, que la literatura no produce argumentos, sino textos poéticos o ficcionales islas de sentido destinados al goce estético.
En el sendero a seguir, sostienen, se debe tomar en cuenta que la poesía busca generar una experiencia estética haciendo uso del lenguaje más abierto e iluminador. Damos por sentado que Carlos Luján atenderá este argumento con la solvencia que le es propia.
Asimismo, concuerdo con ellos cuando se señala que es por esa búsqueda de la belleza que el hombre de letras debe vivir la condición humana como artista y como poeta. No como un maldito, revolcándose en los miasmas de su abandonada miseria. Eso es mediocre y vil, sobre todo si se quiere convertir ese patetismo en arquetipo y norma de vida. Si se quiere insistir en lo oscuro, que estos pseudo malditos tengan el valor, por ejemplo, de realizar un estudio sobre el mal en la literatura peruana, que tanta falta hace.
Georges Bataille, el escritor francés célebre por sus escritos sobre erotismo y filosofía, para quien “la poesía abre la noche al exceso del deseo” en su célebre investigación sobre este mismo tema, el mal, ya nos había advertido: “La literatura no es inocente y, siendo culpable, tenía que acabar por confesarlo.”
Hacerse poeta, estimado Carlos Luján, amigos, ya sea continuando la tradición, quebrándola o bifurcándola, supone en todos los casos reconocer que nuestra vocación es el devenir y la contingencia, generando nuevas descripciones sobre nosotros mismos y la realidad.
Ahora bien, como los mejores creadores, yo sostengo que, además de proponerse que la belleza como fin, la literatura intenta, sin quererlo totalmente, como una consecuencia no deseada, semejante al embarazo de dos adolescentes que se amaron con la pasión de la primera vez, profundizar en el sentido de la existencia, llegar hacia el desvelamiento de lo inaprensible, hacia el deseo de la autenticidad.
Y es que, como se sostiene, la creación literaria no es otra cosa que una serie de desvíos bruscos a imitación de actos únicos de malentendidos creadores. Entonces, la pregunta a la que busca responder Carlos Luján con sus libros, es: ¿Qué somos, qué es cada uno de nosotros sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un inventario de objetos, un muestrario de estilos, donde todo puede ser continuamente mezclado y reordenado de todas las formas posibles.
En ese contexto, veamos este libro doble. A mi modo de ver, Luján es un romántico extraño. Encontramos en él los elementos subjetivos, anarquistas, gnósticos y esotéricos del romanticismo, pero pobladas con imágenes y evocaciones, ora realistas y racionales, ora medievales, ajenas por completo al goce contemplativo del romanticismo.
En primer lugar, con ese verso exacto que anticipa estos momentos que vivimos, el poeta se duele que ya no haya más amor pasión entre dos amantes, presas de ese “furioso incendio que me envuelve” como escribiera el poeta, en su texto Congoja:
¿Cuándo sucedió tanta inocencia? ¿Quién les dio su destino fatal? ¿Quién cometió el crimen capital de frivolizar al mejor corazón?
A ellas hay que decirles, como lo hace Carlos Luján en su creación, Tañido, lo siguiente:
Si nunca más escuchas silbar al viento nuestro aire jamás será más denso.
En esa rareza de romántico atávico y nihilista, Carlos Luján recrea, de manera notable, el clima de quien lo ha perdido todo y sueña que todavía lo tiene, en el poema La vigilia, que dice:
¿Qué busca en mí la invisible atmósfera del desasosiego? ¿A un monarca incorruptible e imperturbable que con castillo conquistado y derrumbado aún borbotee en él la pasión de su imperio?
Y el elemento esotérico queda patente en el buen poema Pleasent dreams, donde sostiene:
El tiempo es existencia, pero aquella le inocula la muerte por cortesía y piedad, sino sería sueño eterno sin nocturnos encantos.
Lo que constituye una sorpresa para mí es el poema del bonus track, Érebo, que asemeja una representación de ese individualismo romántico, semejante al vals Desdén.
Sólo vagabundearé por el bosque, entre la muchedumbre entre la lluvia, cubierto de fango mientras bebo mi sangre hasta que la voz y el ardiente pecho se apague.
Y es que Desdén es el vals individualista por excelencia, y fue compuesto por Miguel Paz, de Los Trovadores del Perú, que dice:
Desdeñoso semejante a los dioses
yo seguiré luchando por mi suerte
sin escuchar las espantadas voces
de los envenenados por la muerte
Por otra parte, un tema se rescata de Soundtrack, y es la reflexión crítica sobre el devaneo de los poetas, sus absurdas disputas, sus críticas infundadas, sus odios racistas y clasistas amparados en el anonimato del post de un blog, su envidia malsana, su vocación cainita. En el excelente poema Farsa poética da cuenta de ello:
“A un poeta le da lo mismo la espina o el laurel”
dice Santos Chocano,
el alma ilesa e indestructible,
sobrevive con su lírica
en la inmortalidad.
¡Fiel engaño de poetas arrepentidos!
porque la espina penetra el corazón
y el laurel corona el orgullo,
los instantes de cálida sangre
son permanentes en las venas
de quien cura el alma de latientes pechos florecientes,
mientras el orgullo vate
sólo defiende los ideales de guerreros y reyes.
¡El orgullo merece el laurel, el corazón espinas!
los tiempos entumecen al espíritu del idilio entre el poeta y la humanidad.
Carlos Luján surge como un Amadís de Gaula de las letras recientes, enfrentando a la corrección política imperante, enfrentando a la corrección política imperante de la poesía, y se enfrenta a los “cuervos voraces de ironía” que menciona en su poema Sacrificio.
De otro lado, en una excelente alegoría del mundo perdido, que es el poema Falsarios, Luján asume la postura del caballero medieval que, como dice el poeta en otro texto, le da “la última bienvenida a la desdicha”. Dice:
¿Porqué coronar?
¿Porqué vencer?
Porque no se puede vivir en el olvido y la derrota.
¡Coge la primera piedra y tíramela en la cara para adivinar mi sentir, verdad de Perogrullo!
Saben que las doce espadas del año adivinan mis anhelos y que el sol resplandece sobre mis ojos cuando me visten de armadura de plata y hasta el emblema de mi escudo es conocido.
¡Conquisto con yelmo y estandarte ajeno!
Mis victorias no son mis victorias, mis tropas, el fiel orgullo, los corceles, el tiempo.
Amo sin castillo, general sin vasallos.
¿Es que en el llano de batalla nadie reconocerá mi rostro?
Creo que la mejor poesía de Luján aparece cuando quiere ser un bardo del Medioevo, fiel transcriptor de las leyendas artúricas. Lo vemos en el poema Britannia, que dice:
Guirnaldas doradas, blasones de oro permítanos llegar al lugar donde tus besos se posan y reír sobre vírgenes de piel tersa que benditas por celestiales estaciones nos sonreirán y esconderán sus miradas de nuestra iluminada sabiduría.
De Miles de misiles, me gusta mucho el primer poema, El desencanto de la libertad. Mi condición de libertario radical, que padece, conforme fue diagnosticado al Divino Marqués, “demencia libertina”, me hace transmutar el título al encanto de la libertad. El poema dice:
Estoy seguro de la libertad inacabada, encubierta y silenciosa, construida dentro de los pliegues de las carnes de los hombres de piedra….Y desde afuera, la libertad conclusa, va dándole su martilleo libertario para hallar la paleontología de un ser recluido en su reposo.
Para concluir, resulta pertinente señalar, como Carlos Luján descubre en sus libros, que los hombres nos destruimos en un poema lo mismo que en un amor no correspondido. O en otro que, en primera instancia recuperado, no reconocemos ya. Por eso, a diferencia de las mujeres, nosotros escribimos los boleros.
De esos amores debemos despedirnos. Debemos hacerlo como un Don Juan que ha colgado los hábitos e invita a su antigua amante a la última aventura, que es la del sexo conocido, con pleno conocimiento de causa y de sus cuerpos, y ya sin culpas maritales, para ir luego, satisfechos y exhaustos, a la evocación del amor a través de la escritura o el delirio de la conversación.
Y es que, a pesar de los reproches que la condición de amante – hombre o mujer no importa, como versó Allen Ginsberg en Howl– genera en espíritus conservadores y bienintencionados, en realidad esta condición es una libertad que se acepta, no se elige. De allí que las bien o mal casadas, o las solteras sin disimulo, no lo entiendan. Por eso, para despedirnos de ella, hay que hacerlo como lo hace el poeta Carlos Luján, en su poema Despedida, quizás el mejor de sus dos libros, que dice:
Al final descifro el significado del adiós, en la tenue frialdad dinámica de tu piel, recorriendo mundos verticales de una sola dimensión.
Encrespada superficie, reposada del hastío y el afecto inconcluso, para que la incertidumbre andrógina vaya a desdibujar el dorso de los ángulos en espejos matutinos…
Entonces, quisiera perderme igual que tú, andar descaminado libre de intermedios, cósmico hacia un horizonte marino. Aniquilar la paradoja, brotar en una onda y estallar como espuma dejando botellas brillantes con mensajes ocultos de fantasioso náufrago.
Así, para finalizar, recuerda, Carlos Luján, que la obra verdadera de un escritor no está donde éste se propone hacerla, con toda su conciencia, sino en ese otro lugar donde ensaya, borronea, practica, sueña. Que, como enseño Harold Bloom, en última instancia, no existe método de crítica o de enseñanza, ni ninguna teoría literaria, social o psicoanalítica son más perspicaces que la propia literatura. La obra, como se escribiera alguna vez, es el arte de conocer los caminos secretos que van de poema a poema. Pero ésos son los caminos que, como escribió Robert Frost, hacen toda la diferencia.
Muchas gracias.
Carlos Luján A. y Héctor Ñaupari.
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