jueves, 17 de enero de 2019

Otra desilusión limeña.

De por sí caminar por el centro de Lima genera una mezcla de sentimientos porque hallamos desorden, cultura y nostalgia. Sin embargo, lo primero siempre gana debido a que el caos es avasallador, y es ahí donde con desesperación uno busca encontrar un momento de tranquilidad para asegurarse que hay algo más que bulla en sus calles. Es por eso que desde hace varios meses he visto con cierta esperanza a distintas personas cargando caballetes, esos soportes que los pintores usan para colocar sus lienzos. Así he sentido curiosidad por verles sus rostros para escudriñar qué tipos de artista son. A veces me ha costado definirlos, sobre todo en aquellos que poseían una expresión de premura y ansiedad, pues me imaginaba que esas almas sensibles deben pasar mucha angustia al venir a esta ciudad tan cargada de violencia verbal.
Verlos pasar con sus caballetes me daban un momento de paz, una esperanza que aun se pueda hallar arte entre esa vorágine peatonal. No obstante, un día, ya cuando me disponía a regresar a mi casa en un bus, a mi lado se sienta un hombre que tenía uno de estos soportes y al no poder tenerlo cerca, lo coloca a unos pasos de él. Cuando sube otro pasajero con una gigantesca bolsa de espuma y la acomoda, sin verlo, aplasta al pobre caballete. El señor preocupado grita que tengan cuidado. Yo me solidarizo con él como una forma de proteger a ese pobre y sensible individuo que es víctima de un comercio tosco y despreocupado. Cuando le hago la pregunta: ¿usted es pintor?, él me dice: no, y ¿el caballete?, le interrogo, es para mi menú, tengo un restaurante en El Agustino, me responde. Justo en ese momento el altoparlante del que vende plátanos sonó más fuerte, el reggaetón del micro casi apagó la voz del hombre que algo más me contaba. Todo se volvió negro y solo quería irme lo más lejos que pudiera de ese tráfico de mierda.

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