En la universidad tuve a un compañero con el que se podía debatir hasta cierto límite. Cuando uno estaba de acuerdo con él, la conversación era entretenida. Más aún, por ese detalle me hice su amigo. Sin embargo, cuando la confianza se hizo más grande y hablábamos acerca de diferentes temas, las discrepancias aumentaron. Era divertido ver cómo su desesperación crecía conforme uno le daba argumentos que estaban en contra de su postura, aunque eso advertía que la conversación había terminado porque no tardaría en soltar improperios culminando con su ya célebre: "¡estás hasta las huevas!".
Siempre consideré que dicha expresión era una claudicación a la argumentación seria y me dejaba la sensación de que había perdido mi tiempo. Desvirtuaba todo debate transformándolo en una competencia de egos por saber quién sabía más. Nunca encontramos ninguna verdad. Solo alguna vez estuvimos de acuerdo y fue más por mis deseos de que fuera así.
Lamentablemente, he encontrado gente así en cualquier espacio y entorno. Peor es en las redes sociales porque se notan más al solo existir la palabra escrita sin saber si aquello que se dice está acompañado de puntos medios que los gestos corporales y tonalidades de voz nos indican. Así que parecen recalcitrantes y pétreos de cualquier opinión contraria pues no buscan indagar o conocer más sobre lo que se conversa, hasta mienten con la intención de desarmar al otro abusando de algún vacío argumentativo.
Con los años, uno ya ha aprendido a detectar a ciertos opinadores lúdicos, a los trolles involuntarios de sí mismos. Y es inevitable querer responderles como ellos argumentan aún sabiendo que así uno cae en ese juego de usar el saber como pelota de trapo. No lo digo, pero no dejo de pensar que muchos piensan hasta las huevas.
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