lunes, 26 de agosto de 2019

El Inexplicable TDAH

De niño no comprendemos bien el mundo, por eso los adultos nos lo descifran con sus códigos y propias experiencias. Lo triste es cuando ni ellos mismos pueden explicar la realidad que les desborda porque esta es indetenible y no espera a que uno encuentre todas las respuestas que se van presentando. Así, cuando vienen los niños a preguntarle por aquello complejo, los más avezados inventan conceptos, creencias, verdades absolutas que los alivia ante el interrogatorio de infantes que claman por una respuesta sincera, sin ser conscientes que quizás les están inoculando el mal del prejuicio. Menciono aquello porque en mi infancia he vivido muchas experiencias que simplemente las aceptaba porque ahí estaban y no tenía alguna vivencia previa para compararlas y juzgarlas. No sabía ni cómo interrogar sobre ellas. Peor aún, en una ocasión le dije a mi madre que un compañero de mi aula tenía SIDA. Ella sorprendida me dijo que cómo sabía eso. Y yo le dije que era "mariconcito". Esa confusión fue absuelta, aunque por mi edad no la comprendí en su verdadera dimensión.

En las escuelas hallamos diferentes versiones de lo que es explicado en el hogar. Muchas no calzan con lo dicho e imaginamos posibles interpretaciones de acuerdo a lo que escuchamos de otros niños. Hubiera querido tener más respuestas a las interrogantes infantiles. Entre ellas estaba el comportamiento de un amigo del colegio.

En la primaria ese compañero parecía tener TDAH. Su apellido comenzaba con Ll, así que siempre lo sentaban o a mi lado o detrás. Era bien movido y todos creíamos que estaba loco. Lo encontraba siempre debajo de la carpeta y era común escuchar a la profesora gritarle por su nombre porque nunca estaba en su sitio. Jugar con él se volvía difícil porque se distraía cuando estábamos explicando lo que haríamos en el recreo. Al final, solo lo veía corriendo por el patio quién sabe en qué mundo. No era agresivo, solo bastante hiperactivo. El último recuerdo que tengo de él fue un día a la salida de clases jugando con su Auto Fantástico de plástico. A él lo recogían temprano pero ese día no y le pregunté por su papá. Me dijo que estaba hablando con la directora. Me invitó a jugar con él y estuvimos lanzando su juguete por unos peldaños. Si bien me daba pena que tirara así su carrito, igual le entraba porque él me pedía que lo hiciera. Fue divertido. Yo sabía que para jugar con él había que seguir unas reglas que siempre las iba cambiando. Por eso muchos no querían estar a su lado. Ese día particularmente me animé a hacerlo, es decir, a jugar como él quería y me sentí tranquilo porque llegué a entenderlo. Pasado unos minutos su papá lo fue a buscar y lo agarró de la mano para llevárselo. Yo lo llamé por su nombre mientras se iban y no sé la razón pero le pregunté si regresaría. Miró a su papá y vi que con tristeza le dijo que no. Ese doctor (mi colegio era para hijos de médicos) tendría la edad que tengo ahora. Me acerqué y le di la mano para despedirme. No sé qué será de él, ni cómo se habrá desenvuelto en la vida, pero hubiera querido comprenderlo mejor. Parecía feliz siendo como era. Lo recuerdo sonriendo, ensimismado en su propio goce.

Con los años he ido entendiendo su diferencia, pero veo que aún no estamos preparados para afrontar con seriedad estas circunstancias. La costumbre por ocultar lo incómodo debajo de la alfombra es una tara social que intentamos disfrazar por miedo, ignorancia y diría que hasta por maldad. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Es necesario, en cualquier circunstancia, que los conflictos no lleguen a niveles dramáticos...

Es necesario, en cualquier circunstancia, que los conflictos no lleguen a niveles dramáticos. Hace unas semanas, vi un documental sobre la i...