De niño hubo una película que me aterrorizó llamada "El Auto". Trataba de un Lincoln Continental endemoniado que mataba a mansalva a cualquiera que se le pusiera en su camino. Tanto fue el impacto en mí que jugaba con un carrito que atropellaba soldados y destruía a otros carritos solo por el placer de hacerlo. Este Lincoln tenía una máscara que daba la impresión de tener una expresión. Sus faros redondos y los primeros planos que les daban en la película hacían creer que el vehículo te observaba fijamente. Un sinsentido porque desde otra perspectiva se podía observar que lo hacía desde la cabina.
En fin, el auto de la imagen no es el Lincoln, sino es un Plymouth Fury del 58, que es una representación de Christine, otro auto diabólico que poseía a sus conductores hasta asesinarlos y a cualquiera que se interpusiera en su relación con su propietario. Este se encuentra basado en un libro de Stephen King que fue hecho película por John Carpenter. Su historia también me impactó de niño, porque tenía un argumento más complejo, dándole a la máquina una personalidad obsesiva y vengativa. Su dueño era un sujeto pusilánime que termina empoderándose sobre el resto por la posesión de este aterrador vehículo.
No negaré que en todos estos años he visto que los autos cambian a los individuos o potencian sus anhelos y temores. Y aún no deja de sorprenderme ver a sujetos aparentemente insignificantes volverse temibles al manejar una combi o un microbus. El poder del vehículo sobre los hombres es lo que siempre me ha llamado la atención y es por eso que esta miniatura de Christine, que fue la última entrega de Hollywood Cars, me evoca muchas cosas que desde hace un tiempo he pensado sobre la relación de la gente y sus autos.
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