El pagar por ver una película hace que se me quiten las ganas de dormir. Aunque hubo una vez que el cansancio me ganó y fue inevitable mantenerme despierto. Hace ya varios años, quizás a finales del siglo pasado, acompañé a mi hermana al Centro Cultural de la Universidad Católica a ver un ciclo de cine. Yo sabía poco de cine así que en ese entonces yo me allanaba a donde me llevara. Estaba programada muy tarde así que tuvimos que esperar hasta casi las diez de la noche para ver la película. Como era un cine club, no había ni canchita ni gaseosa. Solo un chocolate que se terminó a los primeros minutos así que no había forma de distraerse ante cualquier conato de cabeceo. La película era Madre e Hijo de Aleksandr Sokurov. Jamás me había enfrentado a una obra así. Era lentísima, con amplias tomas del paisaje y solo se escuchaba los sonidos de pájaros, del viento y el arrastrar de los zapatos del protagonista. No tenía idea de que no hablarían casi nada en hora y media. Como eso lo supe después, le dije a mi hermana que cuando comenzaran los diálogos me despertara porque ya no podía mantener los ojos abiertos. Y así fue.
Cada vez que iniciaban un diálogo, ella me pasaba la voz golpeándome el hombro. Levantaba la cabeza y seguían callados. Yo le reclamé que por qué me despierta si siguen mudos. Ella me dijo que habían comenzado a hablar pero se callaron al rato. Así fueron unas tres veces. Finalmente le dije que me dejara dormir y que me despertara cuando termine. Cuando volví a abrir mis ojos solo llegué a ver unos créditos tan lentos que casi me vuelvo a dormir. Fue mi primera experiencia con el cine ruso. Años después la vi y me agradó como mucho del cine de este país.
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