A finales de los noventas, la polaridad política estaba bien marcada. Por cuestiones particulares uno tenía que ir preguntando a la gente su opinión sobre la situación actual, sean de cualquier estrato social. No habían redes sociales y la Internet era solo para privilegiados. Una de las frases con las que me respondían luego de hablar con aquellos que defendían al régimen fujimorista y a los que les hacía hincapié sobre las tropelías del presidente y sus secuaces era: "la democracia no se come".
Prácticamente con esa frase cerraba toda opción al diálogo porque desde su perspectiva, los valores democráticos no les ayudaban a llenar la mesa todos los días. Para muchos, la democracia es solo poesía: un cúmulo de conceptos hermosos e ideales en el que sería ideal vivir bajo sus preceptos. Sin embargo, en el fondo creen que es como un lugar mitológico. Uno bello pero imposible. Y en un ciudadano pobre, resignado y abatido, lo maravilloso siempre será imposible.
La pregunta será siempre la misma, ¿por qué no creemos en la democracia y sí en el populismo? Es porque el último es el que llena la mesa temporalmente. Sacia el hambre como primera necesidad básica no satisfecha, pero como es populismo, al vaciarse la mesa el hambre volverá y así sucesivamente. Esa forma de gobernar les garantiza a los corruptos y a los sátrapas la permanencia en el poder. A esta clase política no le conviene en absoluto que los ciudadanos crean en la democracia. Es por ese motivo que boicotean cualquier valor que esta represente.
Ya pasaron veinte años de esas impresiones de la calle. Las justificaciones para rechazar los valores democráticos han cambiado, pero la elección es la misma. La nostalgia al pasado nos volverá hacer una mala pasada. Nuestro deseo de volver a la fuente primigenia, a la inocencia de los jóvenes años obnubila nuestra conciencia y nos hace creer que todo tiempo pasado fue mejor o menos peor. Ahí están añorando un partido como Acción Popular, despreciado a finales de los ochentas por su ineptitud, a otro, el fujimorismo, que a pesar de sus crímenes comprobados en los noventas, lo queremos volver a ver en el poder.
En ese espectro social hallamos a los que quieren una democracia fallida, inoperante al servicio de los corruptos, que nos haga creer que somos civilizados pero sin perder nuestros privilegios sociales, y por el otro lado, los que representan el populismo descarado que alienta el individualismo por encima de la institucionalidad.
Es claro que todavía no hemos agotado nuestra fe en el autoritarismo y el capitalismo. Seguimos creyendo que llegaremos a la cima aplastando al de abajo. No hay mayor evidencia que las elecciones que hacemos para escoger a los dirigentes que comanden el destino de nuestro país.
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