No voy a negar que en algún momento de mi adolescencia quise negar el gusto por el fútbol desde que leí a Borges refiriéndose a ese deporte. Así como cuando quise ser agnóstico porque creía que un individuo que se dice inteligente no puede tener religión alguna. Gran ingenuidad que con el pasar de lo años me hizo saber que tanto la fe como el cariño hacia una religión o actividad son inamovibles si es que te han sido enseñados con pasión y buenas intenciones.
Desde pequeño vi que para muchos amigos un partido de fútbol jugado en el recreo donde se pateaba una tapa de plástico era tan importante como intenso. Esos patios era una Bombonera todos los días. Aún recuerdo las veces que ante un penal que se cobrara en un solitario parque y mi compañero estaba apunto de patear, cerraba los ojos con el corazón atragantado. O la felicidad que sentía cuando los de mi equipo se me venían encima las pocas veces que metí un gol (casi siempre paraba en el arco o defendía)
También viene a mi mente cuando veía jugar con destreza a mi padre en las canchas del hospital Augusto B. Leguía del Rímac o sentado con él al frente de una televisión. Escuchar sus reclamos a la pantalla en donde me enseñaba cómo se debe apreciar con inteligencia ese deporte más allá de fanatismos irracionales (¡cuántas veces han dudado de mi afición por el Alianza Lima por las innumerables quejas que siempre he dicho cuando este equipo ha jugado mal!).
Y así ejemplos hay muchos. No se puede obviar a un deporte en donde hemos vivido la alegría o la tristeza con la misma intensidad. Más aún, que esos mismos sentimientos son vividos por gente que uno quiere demasiado. Si la selección peruana saca resultados positivos en estos dos últimos partidos, no me alegraré por esos jugadores, ni por un país entero que no conozco, sino por las personas que me enseñaron las virtudes de ese deporte, porque ellos tendrán aunque sea por un instante un poco de felicidad.
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