Es preocupante que estemos pendientes del devenir de nuestro país por cómo somos tratados por las leyes o peor aún, por quienes las imparten.
Un mal juez determina qué es lo justo y nos da la impresión que el país está de cabeza. Y es evidente que no confiamos en el criterio de otros para determinar lo que debe o no debe ser. Cada uno es su propia nación donde se impone la moral, la verdad y la justicia. Aceptamos a quien se asemeje a nuestro parecer pero de forma superficial, no importando si más adelante nos enfrentaremos por alguna discrepancia más profunda. Confiamos en que esa dictadura personal nuevamente se imponga con otros que finalmente también piensen como uno. Al final, somos una sociedad de pequeños dictadores que se comen unos a otros solo con el fin de no perder el poder así no tengan a nadie ante quien detentarlo.
Queremos que la ley esté de nuestro lado, del fin personal, que certifique la moral que nos imaginamos. No vamos más allá de eso, olvidando lo dicho por Séneca, que lo que no evitan las leyes, puede evitarlo la honradez. No esperando que la sociedad se ordene en base a las libertades que cada individuo quiere gozar. Al contrario, andamos con un látigo, golpeando a quienes quieran salirse de la manada.
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