Aproximaciones
a Memoria de Felipe.
Novela
de Miguel Ildefonso. (*)
Por Carlos E. Luján Andrade
“Algunos dicen y cantan y callan y andan y
siente y duermen su nostalgia,
tan
persistente como inútil. Algunos creen que la nostalgia pierde su contenido
con
el tiempo, que arde a fuego lento y se
torna en verdad devoradora
porque
ya no guarda relación alguna con un hogar concreto.
Yo
soy de los que piensan así.”
(Herta
Müller)
Cuando
somos infantes, nuestros padres hacen un juego donde esconden objetos o a ellos
mismos detrás de una manta o de sus manos. El bebé al no ver dichos objetos o
no vernos, comienza a sentir el miedo al abandono al creer que aquello visto ha
desaparecido para siempre. Sin embargo, este juego aparte de desarrollar otras
capacidades del niño, nos ayuda a saber que existen objetos que no están a la
vista. Ese ejercicio también nos ayudará a enfrentar la llamada crisis de los
ocho meses en la que sentiremos la ausencia de los padres. Así, nosotros de
alguna forma ya tendremos una idea acerca de lo que es la memoria y los
recuerdos. Imaginando que aquello que ya no percibimos aún existe. Y la
existencia la podemos definir no solamente con lo visto en el presente, sino
tanto en la proyección del futuro como del pasado. En la novela Memoria de
Felipe de Miguel Ildefonso, vemos dicho ejercicio tan personal como único. La
reconstrucción de un mundo que ya no vemos o que nunca lo hemos percibido, sin
embargo, sufrimos las consecuencias de dicha existencia. Es entonces que el
personaje, Felipe, busca los porqués. El principal, el de su miedo. Es así que
el mismo nos dice que en el fondo la memoria es una lucha contra el miedo. Y es
por eso que en todo este viaje literario que nos presenta el libro, nos muestra
la inquietud de Felipe por escribir sobre la violencia política de nuestro país
siguiendo el consejo de un onírico Bukowski en el que le dice que se combate el
miedo a la muerte con la literatura.
Nos
enteramos de la memoria de Felipe en sus retazos de vida. Sus experiencias
intermitentemente contadas a su amigo Bernardo, nos ayuda a entender su
exploración. Y que si bien nos narra hasta lo más sentimental de cada
experiencia, sólo podemos tomar cada una e intentar armar un rompecabezas aun
faltándonos muchas piezas. Y es que la vida de Felipe es esa figura imaginada
al que solo unos rastros nos pueden dar una seña de lo que es o fue.
El
origen de la identidad de nuestro personaje es producto de una desgracia.
Recogido por una mujer amorosa luego del terremoto en Yungay hace que tal
evento marque lo que será una vida llena de destrucciones y construcciones. Lo
narrado por Felipe está repleto de sentimientos complejos e intensos, de
aprendizaje y desencuentros. El espíritu
errante lo separa de todo aquello de lo que quisiera aferrarse. La relación con
la enigmática e inquieta Daniela, las tertulias claustrófóbicas con Serafín o
ese huir constante de cada episodio de su vida, lo hacen colmarse de recuerdos y melancolía. Cada
episodio concluye con un abrupto término, apasionado, que lo hacen abrir más la
brecha entre lo que busca y lo que él es. Vive, explora, camina por tierra
firme de la realidad y aquello que no puede ver, lo sueña, porque hallamos
mucho de Felipe tanto en lo que nos cuenta como en lo que sueña.
Y
con Serafín, sus testimonios también tienen un valor supremo para Felipe, en él
espera hallar respuestas pues comprende que la realidad violenta vivida lo
sobrepasa y más aún, sabe que, parafraseando a Ricoeur, citado por Elizabeth
Jelin: “Nunca estamos solos” – uno no recuerda solo sino con la ayuda de los
recuerdos de otros y con los códigos culturales compartidos aun cuando las
memorias personales son únicas y singulares. Esos recuerdos personales están
inmersos en narrativas colectivas…”
Sus
raíces fueron sepultadas por un terremoto, sus primeros recuerdos son de una
niña que nunca más vio haciéndolo comprender que de todo aquello que recuerda,
eso es lo más cierto y que con ella empezó su vida. Y es que en el ejercicio de
la memoria sentimos la inquietud por hallar una identidad ya como lo dijo
Michael Pollack, también citado por Elizabeth Jelin: “La memoria es un elemento
constitutivo del sentimiento de identidad, tanto individual como colectivo, en
la medida en que es un factor extremadamente importante del sentimiento de
continuidad y de coherencia de una persona o de grupo en su reconstrucción de
sí mismo”. Felipe batalla por encadenar los recuerdos como eslabones que lo
permitan sujetarse a un origen. Es en esa exploración que tanteamos la realidad
y la forzamos, porque al vivir para recordar creamos otros recuerdos y si estos
tienen esa carga sentimental, la tarea por hallarnos se hace más pesada y
frustrante donde al final solo deseemos tirar todos los pertrechos de emociones
y tragedias para andar deambulando por un desierto hasta que la sed nos
desplome sobre la arena, porque como diría Ricouer: “la memoria es el presente
del pasado”.
En
Memoria de Felipe, Ildefonso representa un fondo real, uno que hemos visto y
sentido. La dictadura de los noventas, los abusos del poder, las injusticias
sociales, la pobreza y la fauna urbana que sirven de un trasfondo que se
respira y que también ahoga. La destacada experiencia poética del autor hace inevitable la representación de una época violenta para el país como el
sufrimiento personal del personaje principal. Es así que la estructura del
libro me hizo recordar en muchos pasajes al texto confesional de Hiperión a
Belarmino de Hölderlin o también a sus evocaciones a Daniela, las que lanzaba
hacia Diótima casi al final de tan entrañable obra. Y es aquí donde también
quisiera compartir un pasaje de este libro que en parte lo identifico con la
búsqueda de Felipe, que en su recordar lo lleva más allá de lo que desea
encontrar:
“¡Oh
error eterno! Pensaba para mí “¿cuándo escapará el hombre de tus cadenas?”
Hablamos
de nuestro corazón, de nuestros planes, como si fueran nuestros, cuando es una
potencia extraña la que nos abate y nos echa a la tumba a su gusto, y de la que
no sabemos ni de dónde viene ni adónde va.
Quereos
crecer y extender hacia arriba nuestros troncos y ramas, pero son el suelo y la
tormenta los que nos conducen en otra dirección, y cuando el rayo cae en tu
copa y te hiende de arriba abajo hasta la raíz, ¡pobre árbol!,¿qué puedes
hacer?
Así
pensaba yo. ¿No te gusta quizás, Belarmino?
Pues
tendrás aún que oír otras cosas.
¡Esto,
por ejemplo, amigo mío!: lo triste es que nuestro espíritu toma tan de buen
agrado la forma del corazón extraviado, conserva tan a gusto la tristeza fugaz,
que el pensamiento mismo, que debía ser quien sanara los dolores, se pone él
también enfermo, que el jardinero se rasga a menudo la mano en los rosales que
debía plantar.”
Felipe
inicia una travesía en su memoria, encalla, se hunde, se reincorpora una y otra
vez. Se lanza a lo desconocido, viaja por nuestro país, en el que uno tiene que
andar por lugares casi ignotos para llegar a lo conocido. Y es que su inquieto
corazón lo llevaba a navegar en la oscuridad tal como lo decía su amigo
Bernardo, que él vivía en un “laberinto ciego” que pugnaba por escapar, porque
al igual que Hiperión,
dice a su amada que todo se ha vuelto oscuro a su alrededor. En Felipe no hay
una patria que nazca en un solo lugar, él sabe que esta se encuentra en todos
lados y que en esas partes existe un todo inteligible, poético y real. En una
marcha contra la dictadura, en la prisión y los recuerdos del presidiario, en
las calles lúgubres de ciudades pisoteadas por el olvido donde solo puede
reconocerse en el amor pasajero de una mujer también olvidada. Porque nuestro
personaje va solo con su ímpetu y sus ansías de reconocerse a sí mismo. No
lleva más que sus recuerdos y sus sueños, parafraseando a Herta Müller,
todo lo que tiene, lo lleva consigo.
La
patria de uno mismo está en la memoria, viviendo con la esperanza de poder hacerse
una idea de qué fue aquello que generaron las cicatrices de nuestro pasado,
pero el corazón de Felipe también se llega a cansar. Él renuncia a su novela,
renuncia a lo que buscaba. El autor le increpa:
“Te abandonaste en esta costa, y para
obtener esa libertad total de tu anarquismo, contemplabas la curvatura
terrestre, la libertad a medias; en otras palabras, dejaste atrás, tú también
el pasado, sepultando tu memoria. Y por eso querías ir más allá, sin detenerte,
como huyendo, anotando en tu débil memoria que queda -¡o sea esto!- la ruta de
un camino que ya no existía, pero tratando de ser un buen navegante justamente
para perderte (perderte de mí, perderte
de todos). ¿Con qué fuerzas te movías?...”
Sin
embargo, tampoco importa el destino de su travesía, en su trayecto descubrimos
el escape del origen, del desastre, de su naufragio y también del olvido. El
espíritu de Felipe se eleva sobre la materia, como la luz, al igual que el
bien, carente de cuerpo, como lo mencionaba nuestro personaje. Y es que la
historia de ese cuerpo no es trascendente. Al igual que el Hans Castorp de la
Montaña Mágica: “Las aventuras de la carne y el espíritu, que han elevado tu
simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás
sobrevivir con la carne”.
Lo que
nos muestra Memoria de Felipe es que la historia personal es nuestra historia
sentimental y confesional. Dejada en testimonios de lo que fue su existencia, y
que esa existencia es para nosotros el tronco vital movido por los azares del
destino y que nos enrumba hacia la desventura o hacia los placeres ignotos.
Finalmente, sabemos que algo encontraremos y que no nos extraviaremos, y si
bien Felipe se pierda en el olvido, “sabemos que este no es ausencia o vacío,
sino es la presencia de esa ausencia” (Elizabeth Jelin). Lo extrañaremos como
un buen recuerdo, pues no se perderá, ya que al igual que Hiperión, esto es
imposible, y hallará el camino hacia el amor, imaginando que Felipe dirá sus
mismas palabras: “recorreré los astros durante milenios, adoptaré todas las
formas, todos los lenguajes de la vida, para volver a encontrarte una sola vez.
Pero pienso que lo que es semejante no tarda en encontrarse”.
(*) Texto leído el día de la presentación del libro.