jueves, 26 de octubre de 2023

Bar desaparecido

“Fue doloroso porque significaba destrozarme; dejar la molicie de un universo complaciente por conocido -aquél dominado por el aire de tribu que segrega toda familia- y reemplazarlo por algunas madrugadas, generalmente teñidas de llovizna, fuera de los linderos de la casa, porque ir a cantinas equivale a ir a la calle, aunque sean recintos cerrados. Su condición de lugares públicos les proporciona el hálito del anonimato y la intimidad que poseen los templos, y su ritual -como en aquéllos- consiste en despojarse de todas las máscaras y hablar de corazón a corazón. No con ser un ser superior, bah, sino con parroquianos, un amigo, una ronda de amigos, los de la otra mesa, con aquel solitario del rincón o con el mozo. A las cantinas se va a hablar. Se toma para hacerlo. La cantina es la antítesis del hogar: los jóvenes se escapan de sus padres y los esposos se escapan de sus mujeres. Cuando los familiares van juntos lo hacen por necesidad de comunicarse, corregir malos entendidos, hacer las paces, decirse las verdades a la cara, contarse secretos o una infidencia. Ni los parroquianos ni las cantinas son siempre iguales; pero, al final, en el recorrido de la noche, lo más propio de ambos sugiere una descripción común. Los parroquianos requieren de una condición básica: ser capaces de estar sentados durante horas alrededor de una mesa, perder la noción del tiempo, observar, querer ser felices, emocionarse trivial y profundamente, soñar, haber perdido y creer que las grandes aventuras transcurren entre palabras. Las cantinas adecuadas para aquéllos deben oler, oler bastante, oler humanamente a despojo; ser viejas, muy viejas, apiñadas, bulliciosas, estrechas y que cierren tarde. En las cantinas se empieza hablando en voz baja, luego en voz alta y se termina gritando. La confrontación es contra otras voces, contra la rocola y contra uno mismo. Se abren grietas, surgen sombras, problemas expresados sin eco, porque siempre, siempre, el interlocutor escucha atentamente pero pronto lo olvida todo. No hay peor espía en el mundo que aquel que en una cantina no bebe, ni persona más cruel que aquella que propaga lo que allí se exclama. A la cantina se va porque el dolor ahí tiene cabida. Aunque se haga sitio entre las carcajadas, las bromas y las burlas; ésa es una manera de aceptarlo y las grescas sólo ocurren cuando no hay ninguno que sufra. Las ciudades siempre producen ambientes que están entre el lugar privado y la calle; París o Buenos Aires han creado los cafetines, los cafés, como en Viena; en Londres son los pubs, taciturnos y replegados lugares de licor y juegos inocentes; en México y Lima son las cantinas. El centro de Lima es -aparte de las actividades comerciales y administrativas- un emporio de cantinas, algunas intactas, francas, de día y de noche, desde que abren hasta que cierran; otras, como camaleones, se modifican de acuerdo a las horas y las costumbres: de cafetines matutinos y restaurantes al mediodía, se convierten en cantinas al empezar la tarde. La cantina es un pulpo que nos abre sus brazos de estrías; uno llega vacío y va inhalando vida mientras la mesa se repleta de botellas, hasta el final, porque siempre hay un final, el que nos devuelve miserables, solos a la calle. Salir es tropezar con la diminuta grandeza de una avenida abandonada, de los comercios cerrados. Regresar las manijas del reloj y colocar la cabeza entre los hombros, entre las solapas levantadas, en la realidad. Un penoso proceso de composición hasta la compostura. Y queda todavía allí un río en deshielo que bulle por las sienes, cuando un traspiés nos coloca en el momento ya casi exacto entre el amanecer y el día, a la vuelta de la otra margen”. (Cariño Malo en La Balada del gol perdido de Abelardo Sánchez León) ---- 

 Como presintiendo el final de dicho lugar llamado "La rockola" o "donde Ciro", un día de 2017 entré una tarde a tomar una cerveza. Observé las mesas y recordé las veces que a principios de siglo me reunía con mis amigos de universidad a conversar acerca de libros, filosofía o para planear proyectos futuros. El tiempo nos era infinito. Era más lúgubre de lo que se ve en estas fotografías, al menos así lo tengo en mi mente, la única compañía femenina eran esas dos eternas modelos que colgaban de sus paredes (no sé si las cambiaron o son las mismas). Cada vez que daba un respiro entre tantas cervezas y charla, las observaba para aquietar el alma. Sus miradas seductoras fingían la aprobación de lo que hacíamos ahí. Tantas veces se sentaron a nuestro lado personajes que aparecían desde las sombras con papel en mano y nos exigían que escucháramos sus poemas o toleremos sus ideas radicales sobre la política y la vida, no sin antes hacer una pausa para llenar sus vasos con nuestras cervezas. Los antiguos valses criollos, boleros o salsas de antaño que la rockola nos canjeaba por unas monedas, inundaba el lugar con su escarcheo y la melodía abrumada por el eco y la distorsión, daba la impresión que provenían directo del tunel del tiempo. 

A los veinte años, este lugar representaba la existencia, los circuitos internos de Lima. Cada madrugada y ya con la puerta principal cerrada, salía por un callejón, pensando que cada vez que lo hacía, más comprendía el país en el que vivía. Si hago un ejercicio de memoria, podría contar distintas historias vividas ahí. No hay fotos ni registros de esa época, solo lo que puedo contar. Habré dejado de ir con asiduidad el 2005. Luego regresé varios años después y el ambiente era más iluminado y alegre. Ya era un turista extraño de más de treinta años que no reconocía a la imagen de mi mismo que la veía sentada embriagada a los pies de la musa de papel. Lugares así ya no volverán porque están encadenados a la memoria juvenil de los sueños perdidos.

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