Hace semana y media tuve un accidente doméstico que ha inutilizado mi dedo índice de la mano derecha desde entonces. Estaba cocinando y por intentar sostener un vaso grueso de vidrio, se me terminó por incrustar un buen trozo en la base de dicho dedo. Evidentemente sangró bastante y dejó regado de sangre el piso de mi cocina como la ducha de Marion Crane en Psicosis. Entre toda esa escena, intenté pensar rápido para evitar mayor sangrado ya que casi instantáneamente sentí que mi dedo se iba adormeciendo (adormecimiento que todavía permanece). Felizmente el botiquín destinado a mis perros está bien surtido así que pude conseguir una gasa y detener por ese momento la hemorragia.
No es mi intención contarles los pormenores de ese pequeño incidente, sino lo que en ese instante pasó por mi cabeza. Cuando vi que tenía como una rosa brillante latiente que nacía de una de mis falanges lo primero que me pregunté con preocupación fue: ¿y ahora cómo voy a prepararme mis chilcanos? Era una preocupación idiota teniendo en cuenta que prácticamente tenía que hacer todas las obligaciones de mi casa a mano cambiada. No pensé en que quizás debía ir a una posta médica a que me den algunos puntos, ni que debía limpiar el piso, tampoco en cargar las bolsas pesadas que traigo cuando hago compras para dos semanas, el aseo personal, bañar a mis perros, cocinar, ordenar mi biblioteca, escribir y otras actividades más que he ido descubriendo en este tiempo en que le he enseñado al dedo medio a reemplazar al índice que está en cuarentena o duerme el sueño de los justos. Esas ideas vinieron pero ya cuando luchaba por parar la emanación de la sangre.
Tal sensación de elegir de manera peculiar mis prioridades ante un incidente me hizo recordar otro que sucedió hace poco más de diez años cuando hubo un fuerte terremoto en Pisco y se sintió también en Lima. Justo estaba sentado en la cafetería de Artes de la PUCP cuando las paredes de madera y vidrio empezaron a temblar. Salimos en grupo hacia las zonas de seguridad que estaban en el jardín ubicado al frente de la cafetería. Mientras estuve parado sobre la tierra, sentí que esta ondeaba como si flotara sobre una pequeña ola. Al rato se vió un gran destello en el horizonte y ya uno se imaginaba el fin del mundo. Pero aquí también surgió otro instantáneo pensamiento: ¿qué va pasar con mi ropa que está colgada en el tendedero? En ese entonces vivía en Chorrillos en el tercer piso y las colgaba al aire libre.
Luego de reflexionar sobre eso pensé en mi abuela y en mis perritos que recién tendrían apenas un año y su madre cuatro. Al igual que este incidente, desde entonces siempre he pensado en esa reacción instintiva hacia lo banal en vez de lo importante.
En ese caso, al ya haber pasado bastantes años, en cierta forma me he explicado el porqué de esa preocupación en desmedro de otras.
Tampoco es que deseo psicoanalizarme al respecto porque de poco sirve ya que no me atormenta. Sino que me despierta una curiosidad por lo que podría estar muy dentro en la oscuridad de la mente. El nivel de sorpresa (¿entropía?) ante todas las posibilidades que "chocolatean" en mi cabeza y me sale el bolo más raro que resulta ser el más común, desconciertan demasiado.
Yendo más lejos ante el mundo de la especulación, también es importante pensar en la última reflexión antes de morir o al tener un grave accidente. No quiero comparar un corte profundo del dedo a eso, sino por el nivel de vulnerabilidad al que me expuse ante la situación que vivimos. Es un momento límite e imaginamos que quizás antes de exhalar el último suspiro reflexionemos sobre la existencia, revelemos el gran secreto de nuestra vida o declaremos una gran frase llena de misterio. No sé si antes de morir diga algo sinsentido como Rosebud de El Ciudadano Kane o piense en una fruslería como quién guardará el tomate en la refrigeradora.
La mente opera de formas extrañas. Y a pesar que uno quiera llevarla por una senda lógica y racional, esta responde a su antojo. Como si en el fondo se nos amotine ante un momento de debilidad física o emocional.