Nadie puede predecir el futuro y por eso le tenemos pavor a
aquello que no podemos controlar. Al menos la tecnología nos ha hecho creer en
la ficción de que se puede planificar nuestros siguientes pasos. El mundo del
futuro no existe, solamente puede ser conjeturado en base al presente. Es así
que el futuro de un país o sociedad se
determina por las señales o indicios de lo creído que vendrá. Para muchos no es
claro el resultado de esas señales, pues dicha solución es producto de una
multiplicación, una división, una resta o una suma. Dos actos buenos sumados
son evidentemente más buenos, multiplicados, mucho más. El problema surge
cuando incluimos la resta y la división. Se cree que si a muchos actos buenos les restamos unos pocos actos malos, el resultado variará
muy poco. Si dividimos lo bueno entre lo malo, el resultado es irrelevante ya
que más estaremos pendientes de que la cantidad resultante se acople a nuestro
interés.
¿Qué es lo que quiero decir? Que no valoramos las cosas de
la misma manera y la sumatoria, productos o dividendos, no darían idéntico
resultado. El miedo del otro, no es el de uno. Los valores que usamos como
factores (hechos) para predecir el futuro o la operación mental son elegidos aleatoria y convenientemente. Lo
más trágico es cuando el temor futuro o la interpretación de ese resultado, es
exagerado ya que cuando llega, no calza con la desesperación que uno predijo.
Así, en primera instancia, buscamos controlar esos factores primarios, evitar
que el resultado se disperse en peligrosas ambigüedades. ¿Cómo? No
relativizando el mal, intentando limitarlo a fieles conceptos inamovibles.
Encauzar lo más posible la operación a un resultado esperado.
De no hacerlo corremos el riesgo que aquella operación
termine con una cifra monstruosa, infinitesimal y que esos números demenciales
nos asfixien en la relatividad de un futuro incierto.
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